Adelanto de Incompetentes de Constanza Gutiérrez

Hace tiempo que ninguna mamá viene a dejarnos comida. Olvidé el sabor de la leche de vaca, la leche de soya, el queso y la mantequilla de maní. Las cosas más ricas se acabaron los primeros días y ya no sabemos de frascos de Nutella, ni de alcaparras o de Chips Ahoy! Ahora solo conocemos los tallarines con salsa de sobre, el Nescafé, el té que, más que en hebras, viene en polvo, y esas gigantescas e inacabables bolsas de galletas de salvado que no puedes comer sin sentir que estás en el desierto de Atacama.

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Adelanto de Teatro de José Edwards

Se abre el telón. Al principio del escenario, a manera de un segundo telón, aparece una especie de muralla deteriorada y envilecida por pequeñas o grandes inscripciones clandestinas. La muralla contiene una puerta diminuta. Esta puerta está cerrada. En el estrecho espacio situado entre el telón y este segundo telón, aparece, emergiendo de algún lado, Adán II. Es un sujeto de aspecto amorfo y estatura más bien elevada, premunido por un ofensivo par de anteojos oscuros; su edad fluctúa alrededor de los 35 años aun cuando representa más, ya que su aspecto es el de un profesor, un tecnócrata o algo semejante.

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Adelanto de Invitación al desorden de José Edwards

Luego de mucho discutir, Eros y Anteros convinieron en reconocer que el Señor Caos, padre de ambos, no presentaba lo que pudiera llamarse un buen aspecto. En verdad, todo en él parecía incongruente y pleno de confusión; tenía alas y pezuñas, anteojos y cola, cuernos y nalgas de mujer, sombrero de copa y escamas, garras, senos y bigotes, trompa de elefante y ruedas de bicicleta. Además era simultáneamente duro y blando, luminoso y opaco, esférico y rectangular y, por mucho que se cambiara su posición, resultaba imposible determinar si estaba colocado al derecho o al revés.

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Adelanto de La imposible ruptura del señor Espejo y otros cuentos de José Edwards

Un día cualquiera, a una hora imprevista, el arquitecto N recibió una visita para la cual no estaba, ciertamente, preparado. Se trataba de un señor moderadamente gordo, de cuello corto y cabellos grises, premunido de una inquietante mirada entre angelical y vidriosa, a la vez paternal y transparente como la mirada de un inmenso regalo o juguete de pascua. Después de sentarse cómodamente, sacó de su cartera una inmaculada tarjeta que le obsequió sin mayores comentarios; la tarjeta decía así: M. BENEFACTUS.

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