Esta semana fue publicado en el diario The Clinic un adelanto de la nueva traducción hecha por Fernando Correa-Navarro de Cartas desde la Tierra de Mark Twain. El texto seleccionado fue la Carta III casi completa. Aquí el recorte.
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Fuente: The Clinic
El cadáver Armando Prieto pide su último deseo desde el mundo de los muertos: que le hagan olvidar su paso entre los vivos. Su viuda Aurelia se niega a dejarlo ir. Entre el bar de los vivos y el cementerio de los muertos, media un Conserje egoísta y burlón. Es la historia trágica y cómica que cuentan las décimas de La casa del sordo, obra de teatro escrita por Simón Espinosa y recién publicada por La Pollera.
El actor y director Pato Pimienta piensa en el prólogo: “La tradición literaria ha llenado bibliotecas solo para hacer transpirar a la muerte delante de nuestros huesos vivos. Pero aún no nos ha enseñado a ganarle. Este libro nos susurra algo al oído en unos muy acertados versos:
De por sí la muerte es muerte
no devuelve lo que es suyo.
Uno de los momentos más memorables de las décimas de La Negra Ester de Roberto Parra, es cuando debemos acompañar al protagonista en un minuto de silencio por la negra Ester. En La Casa del Sordo, la muerte se presenta haciendo resistencia a su propia condición. La muerte busca una salida. La muerte emociona”.
Se encorvaron muy despacio
dos amantes que sabían
que algún día no tendrían
más barrera que el espacio.
Es sabido que reacio
pasa el tiempo pal que anhela
porque el viento no hincha velas
sin saber que el barco es bueno,
un segundo o un milenio
todo queda en esa estela.
En las casas de cemento
pasarán las horas sordas
y los gritos que se bordan
en el manto del silencio.
Quedará cada lamento
como el eco que rebota
entre el polvo, entre las motas,
muy callado, sin sonido,
porque aquí gana el olvido
la palabra ya no brota.
LA CASA DEL SORDO
Simón Pablo Espinosa
La Pollera, 59 páginas.
“Publican escritos reunidos de exdiputada Laura Rodríguez: Contra la enfermedad del poder” por Daniel Hopenhayn en The Clinic
[vc_row][vc_column][vc_column_text]“¿Qué es para usted la dignidad parlamentaria?”, le pregunta Raquel Argandoña a Laura Rodríguez, por las pantallas de La Red, el 4 de abril de 1992. La diputada Rodríguez, según algunos de sus pares, menoscaba con sus actitudes la dignidad del cargo. Para ella, en cambio, el espíritu de la Concertación que ganó el Plebiscito se esfumó apenas llegaron los cargos. Y no por una vuelta de chaqueta en las convicciones de fondo, sino porque un virus inmune a esas convicciones había contagiado, en cuestión de meses, a los mismos que venían de combatir a la dictadura desde la calle y junto al pueblo.
Testigo privilegiada de esa epidemia, escribía una confesión insólita para venir de una diputada: “A medida que conozco más de cerca a otros políticos, pero especialmente a medida que descubro mis propias transformaciones, con más fuerza que nunca creo en la imposibilidad de la política para lograr los anhelos humanos”.
Así comienza Virus de altura, breve ensayo aparecido en 1995 y que hoy, convertido en texto de cabecera para diputados como Gabriel Boric o Vlado Mirosevic, vuelve a las librerías recogido en A quien quiera escuchar (La Pollera Ediciones), volumen que compila distintos escritos de la exlíder del Partido Humanista: desde artículos y discursos, hasta proyectos de ley presentados por la diputada que ya en 1990 quería legislar sobre el aborto y el divorcio, cambiar el lema del escudo y obligar a los parlamentarios a responder por sus promesas de campaña.
Que el poder corrompe ya lo sabemos. Pero condenar esa corrupción en el otro, cuando se está abajo, es tan fácil como justificar la propia cuando se está arriba. “Virus de altura” parece único en su especie porque su autora, antes que ajusticiar a sus colegas, prefiere exponer, incluso exagerar, su propio proceso de corrupción. El que comenzó cuando los carabineros que antes le daban miedo, ahora se le cuadraban a las puertas de La Moneda; cuando pasó de manejar su precario auto japonés a moverse en un cero kilómetros mientras su chofer volaba por la Ruta 68; cuando un carné exclusivo la hizo entrar a todas partes sin presentarse ni hacer la fila. En fin: cuando el poder la convenció de que ya no se llamaba Laura, sino Honorable Diputada, y debía comportarse como tal.
Su testimonio, a partir de ahí, deja de ser una denuncia y se transforma en una reflexión vivencial, incómoda, sobre la debilidad humana ante condiciones de privilegio: “He notado cambios en mí misma que me han aterrado. Del mismo modo en que a veces me veo actuando con mi hijo tal como lo hacía mi madre conmigo y yo juré nunca hacerlo, hoy reconozco en mis cambios elementos de todos aquellos personajes políticos que siempre aborrecí por disfrutar de privilegios que los distanciaban de los pueblos. […] Y me veo obligada a cuestionarme yo misma, a preguntarme si no seré una más que simplemente se engaña y cuyo verdadero motor es la aspiración de éxito y prestigio personal para darle un poco de sentido a la propia existencia”.
Si esto le ocurría a la diputada más joven del Parlamento (asumió con 32 años), a la primera que presentó proyectos de Responsabilidad Política e Iniciativa Popular de Ley, no cabe la esperanza de que su caso sea excepcional. Por eso sus confesiones también se pueden leer como un documento histórico, o diagnóstico médico alternativo, sobre el progresivo distanciamiento entre la clase dirigente y el resto de los chilenos a partir de 1990. “El cambio fue fuerte y brusco. Llegaron los cargos, las responsabilidades, el desarrollo del proyecto. Un desafío fascinante. Junto a todo esto también llegaron las grandes oficinas, los vehículos nuevos, los choferes, las secretarias, los trajes, los sueldos, los viáticos, las ceremonias, el protocolo, el poder, la autoridad. […] En las amplias y alfombradas oficinas vi que a varios les cambió la géstica y la mirada. Fueron adquiriendo una actitud de distanciamiento emotivo, casi de no compromiso. En los relucientes trajes también era evidente que su tonicidad muscular se modificaba. La forma de caminar, de sentarse, de pararse, de fumar o no. Cada uno se leía a sí mismo, se pensaba, se revisaba, se felicitaba”.
Estos retratos de la vida privada del Congreso, capturados por una ingeniera civil con ojo de antropóloga, se cuelan entre las grandes políticas que marcaron la Transición como queriendo iluminarlas desde adentro, desde la dimensión más íntima del enclaustramiento dirigencial. La pregunta que dejan es si más allá de las medidas de lo posible, con más o menos enclaves autoritarios, la crisis de representatividad estaba asegurada.
Laura Rodríguez concluye que sí. Que vivir rodeado de privilegios, aunque éstos respondan a una lógica de eficacia en el cargo, invierte la perspectiva de quien lo ejerce y lo disocia de sus representados: “Las modificaciones conductuales son de distintas características, pero la más evidente es aquella en que nuestra energía, nuestros intereses y toda nuestra atención es atrapada con mayor frecuencia por quienes tienen mayores privilegios que nosotros mismos, y quienes tienen menos, solamente están allí para satisfacernos. […] Sus tensiones, sus angustias y sus placeres cotidianos no tienen puntos de encuentro con los nuestros”.
El diagnóstico de Lala –como la conocían sus cercanos– diluye toda esperanza de consumar la democracia a través del Parlamento. Pero ese escepticismo, aunque amaga con patear el tablero, en realidad quiere poner una primera piedra. Sería inexplicable, si no, que hoy les sirva de guía a quienes llegan a ese mismo Parlamento con agendas de cambio tanto o más ambiciosas, ansiosos por bajarse el sueldo con tal de demostrar a qué llegaron. La señal que dejó Laura Rodríguez fue de advertencia: a ti también te puede pasar. O mejor, en sus palabras, “una voz de alerta para todos aquellos que nos reconocemos como parte del grupo de alto riesgo de contagio del ‘virus de altura’ y también un mensaje para quienes ensueñan con contagiarse algún día”. Una autoconciencia brutal, casi descarnada, sería el único antídoto posible contra el virus de altura.
Rodríguez cierra su testimonio confundida, porque sus subalternos les cuentan cosas que ella no puede ver. Descubre entonces que la pregunta más simple, y la más importante para ejercer su cargo, se le ha convertido en la más difícil de contestar: “¿cuál es la realidad?”.
Extractos de “Virus De Altura”
Síntomas del virus de altura
“Se lo experimenta en el pecho como una suerte de escozor que da la sensación de amplitud y de dominio. Por otra parte se produce una amnesia brutal, convenciéndose que todos los logros que uno ha tenido han sido única y exclusivamente gracias a las propias aptitudes, olvidando el camino recorrido y cuantos colaboraron en él.
[…] Tal vez como una forma de adaptación, aquellos privilegios que se nos brindan, primero son una asombrosa novedad, luego comenzamos a disfrutarlos, y por último terminamos considerándolos normales. La nueva situación de privilegio nos va exigiendo una conducta acorde con el trato, una conducta de privilegiado, una conducta de ‘autoridad’, que otros la perciben como exigiendo dichos privilegios”.
La Guardia de Palacio
“Recuerdo aquel día en que asumiera el Presidente de la República y fuimos los presidentes de partidos de la Concertación a saludarlo a La Moneda. Todos nos sorprendimos y maravillamos cuando la Guardia de Palacio se cuadró ante nosotros al momento de nuestro ingreso. Fue el hecho que más me impactó de todas las novedosas experiencias que viví en esos días. Se lo comenté a mis amigos y familiares. No sé bien qué fue lo que me llamó la atención de aquello, tal vez los 17 años de dictadura en que sentía a los policías mirándome como sospechosa y ahora era para ellos alguien respetable.
En menos de un año se ha producido en mí un cambio impresionante. Mis ingresos al Palacio de La Moneda son frecuentes, pero no puedo desconocer esa suerte de indignación que experimento cada vez que entro y algún guardia intenta detenerme. Afortunadamente, siempre aparece un oficial de mayor rango que me hace pasar, se disculpa una y otra vez y le explica al guardia quién soy. Entonces cruzo el Patio de los Naranjos con la frente en alto ‘tal como corresponde’.
Aquello que en un momento me maravilló, ahora empiezo a exigirlo. He visto a muchos políticos tratando muy mal a los guardias de Palacio, a los más democráticos, a los renovados y he tenido que contenerme para no hacer causa común con ellos, con los políticos, pero internamente lo he hecho”.
El carné de diputada
“Pero el mayor de los privilegios que me ha brindado mi cargo es la palabra ‘diputada’ antes de mi nombre. Cuando inicié mi gestión parlamentaria y tenía que recurrir a algún lugar público, en los mesones de ingreso solían preguntarme cómo me llamaba y yo, obedientemente, respondía. Me pedían carné y prendían en mi solapa una tarjeta que decía ‘visita’. Un día me encontré con otro parlamentario y al realizar este trámite me dice: ‘Pasa nomás, tú eres parlamentaria’…
Desde ese día nunca más estuve en las salas de espera como todas las personas. Casi como un gesto mecánico, cuando me piden mi carné ya no paso el de identidad sino uno rojo con tapa de cuero de la Cámara de Diputados, de esos ‘rompe fila’. Es tal la protección que me hace experimentar este documento, que cuando salgo de mi casa sin llevar cartera y ni siquiera dinero, lo único que pongo en mi bolsillo es el carné rojo. Es casi esquizofrénica la relación que he logrado con él. Cuando alguien me lo pide tiendo a indignarme, y si no me lo solicitan busco alguna artimaña para mostrarlo, por ejemplo cuando me han detenido por exceso de velocidad.
De Laura Rodríguez pasé a ser ‘diputada’ Laura Rodríguez, e internamente he reconocido cómo la percepción de mí misma es efectivamente la de ‘diputada’. Tiendo a mirar la realidad desde este prisma y espero que así se me mire también. Que se sepa que tengo mi carné rojo con tapa de cuero”.
Andrés Aylwin:
“Me decepcioné de muchas personas”
Andrés Aylwin Azócar (89) fue el diputado más cercano a Laura Rodríguez en el Congreso. “La quise mucho –recuerda–, hicimos una gran amistad a nuestras muy diferentes edades, porque compartíamos ideales y la forma de ser políticos, muy lejana al acostumbramiento de ciertos políticos a otra forma de vida, el ‘virus de altura’ contra el que ella reclamaba”.
¿Usted también se sintió decepcionado?
Muy decepcionado. No de todos, por supuesto, pero sí de muchas personas. Y en ese sentido me sentí muy interpretado por lo que decía Laurita, conversamos ese tema muchas veces, pero sobre todo lo vivimos.
¿Ese cambio de actitud debilitó el poder transformador de la Concertación?
Sí, eso influyó.
¿Y lo motiva el cambio de estilo que han querido imponer algunos diputados jóvenes?
Claro que sí, estoy totalmente de acuerdo con ellos. Y creo que en alguna medida se inspiran un poco en la figura de la Laurita porque además es muy carismática, llama a la imitación. Yo estuve con ella en concentraciones públicas y era una oradora de masas, una líder sobresaliente. Estaba destinada a hacer historia en Chile, de eso no tengo duda.
Gabriel Boric:
“Algunos nos dicen ‘pucha, yo me acomodé’”
En enero de 2014, Gabriel Boric (28) se preparaba para asumir como diputado de la República y publicaba en su Facebook: “Estoy leyendo Virus de altura, de Laura Rodríguez”. Como la líder humanista, también Boric ha ofendido la dignidad de la Cámara según algunos de sus pares, ataques que él ha respondido citando más de una vez el texto que leyó en el verano. Mientras el diputado Vlado Mirosevic ha sido aún más persistente en destacar, dentro y fuera de la Cámara, la inspiración de Rodríguez en su forma de ejercer el poder.“Laura Rodríguez es un referente en muchos sentidos”, dice Boric. “Ella acuñó la frase de ser un parlamentario ‘de cara al pueblo y de espaldas al Parlamento’, y tiene mucho sentido porque el Parlamento es un espacio súper elitario y además muy disciplinante, tiende a la homogeneización, entonces es muy fácil quedarse encerrado ahí. Por eso para mí ha sido importante mantener ciertas trincheras personales de resistencia”.
¿Como cuáles?
Son cosas tan simples como no tener auto y tratar de usar el transporte público, sea metro o micro, o colectivo acá en Punta Arenas. O estar en Fonasa y no en una Isapre, y por lo tanto atenderme por el sistema público si me llegara a enfermar. Esto no tiene que ver con una pretendida superioridad moral, sino con evitar una disociación de la realidad que te haga olvidar por qué llegaste ahí, a esa burbuja que es el Congreso.
Pero esa disociación cotidiana, ¿tiene efectos concretos en las políticas que se legislan?
Sí, tiene. Por ejemplo, en la votación del sueldo mínimo, del Multirut o del transporte, creo que efectivamente se legisla desde una disociación con la cotidianidad real.
Y en la interna, ¿cómo reaccionan a este discurso los diputados antiguos?
Mira, hay de todo. Algunos se acercan y nos dicen “pucha, yo me acomodé, de joven era como ustedes, ojalá que no les pase”. Otros dicen “ustedes me hacen cuestionarme cómo debieran ser algunas cosas”. Y a otros claramente les molesta, porque al marcar el contraste se hace más evidente esa disociación. Pero ojo que nosotros también estamos aprendiendo, en ningún caso nos las sabemos todas.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column][vc_gallery interval=”10″ images=”899,900″][/vc_column][/vc_row]
Cuento “Las cinco de la tarde en algún lado” de Contanza Gutiérrez publicado en The Clinic
[vc_row][vc_column][vc_column_text]El cuento ganador del Primer concurso literario sobre la ilegadlidad de la marihuana en Chile (ojalá el último) fue publicado íntegro en el diario The Clinic. A continuación “Las cinco de la tarde en algún lado” de Constanza Gutiérrez.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column][vc_gallery interval=”5″ images=”857,858″][/vc_column][/vc_row]