“Ocurrencias de sabiondos” por Patricia Espinosa para Las Últimas Noticias

Ramiro Gómez Gris. La Pollera & Halitosis, 2013, 122 páginas.
LUN, 17 de mayo de 2013

Con esfuerzo, se podría considerar que Ética al zancudo, de Ramiro Gómez Gris, es un libro humorístico con un trasfondo filosófico. Los dieciséis relatos que conforman el volumen van mezclando anécdotas jocosas con reflexiones de la más variada índole. Lo anterior deriva en una secuencia de historias donde siempre habrá un personaje que pretende parecer inteligente, espeso y, lo peor, muy ocurrente. Se genera de esta forma una densidad vacía, que vuelve intragable esta seguidilla de narraciones sobre seres sabiondos que no consiguen escapar de la estulticia.

“El zancudo”, relato que da pie al título del libro, nos muestra al mentado bicharraco, que niega ser zancudo y afirma ser un mosquito, dialogando con un ser humano y jactándose de sus conocimientos sobre el cosmos: “¿Tú sabes por qué se mueve nuestra Vía Láctea? Pues porque hay un par de inmensos agujeros negros haciendo equilibrio de fuerzas”. El autor tiene un tremendo talento para narrar sucesos inútiles, construir personajes poco agraciados y discursos reiterativos sobre temas con ninguna relevancia.

Lo anterior queda demostrado a cabalidad en “El Soco y la nueva TGS”. El narrador se dedica a contar la pasión de su amigo Soco, un fanático de los excrementos que enarbola una teoría filosófica respecto a las múltiples muestras que ha ido recopilando. El Soco, que más que un excéntrico es simplemente un idiota, dice: “Cuando logremos explicar y predecir fenómenos meteorológicos a largo plazo con el estudio del aroma de la mierda humana, se produciría una violenta revolución científica, un innegable cambio de paradigma”.

Y así continúa este muestrario de pretenciosas banalidades, el que incluye una conferencia sobre Guattari y un par de estudiantes que discuten lateramente sobre el libre pensamiento, un grupo de amigos naíf que roba a los ricos usando un arma de juguete, un profesor loco que inventa un documento único en el mundo, una pelea de borrachos y una teoría sobre la música y el silencio, una floja conversación entre un cantante punk y su vecino o un borracho que plantea una dolorosa teoría sobre por qué un bus no se detuvo cuando lo hizo parar en la calle del terminal.

Un caso paradigmático ocurre con “Dos noches incaicas” sobre dos amigos en viaje a Cusco. Allí, hacen todo lo que corresponde a un mochileo de verano, hasta que el narrador –al parecer aburrido– señala: “Acá es donde la historia se pone buena” y, de golpe y porrazo, cierra el relato.

Ética al zancudo jamás remonta, jamás logra un destello rescatable. En todo caso, el libro sí tiene un aspecto positivo: sirve para ejemplificar la enorme diferencia entre contar anécdotas y hacer literatura.

Leonardo Sanhueza sobre “Invitación al desorden” en Las Últimas Noticias

José Edwards. La Pollera Ediciones, 2012, 242 páginas.
Las Últimas Noticias, 30 de Diciembre de 2012

Hace muy poco La Pollera Ediciones nos sorprendió con La imposible ruptura del señor Espejo y otros cuentos, de José Edwards, uno de los mejores y mayores rescates literarios del último tiempo, pues puso en órbita la obra narrativa del más secreto de los escritores de la generación del 38, la que apenas era conocida parcialmente a través de una breve y ya inencontrable antología publicada a instancias de Eduardo Anguita hace más de cuatro décadas.

Pero eso era nada más la entrada. En este segundo volumen, de un total de tres, se reúne un conjunto de textos híbridos, que a falta de una palabra mejor habría que llamar ensayos. El libro se abre con el capítulo “Mitologías”, que son prosas reflexivas y pequeñas fabulaciones en torno a diversos mitos griegos y cristianos. Lo sigue “Ensayos”, la parte medular del libro: son incursiones literarias en los terrenos de la filosofía, la religión, la historia y hasta la antropología, no desde el lenguaje académico formal, sino desde la libertad de pensamiento, la digresión y la elucubración creativa. Cierran el libro unas páginas del diario íntimo, que utilizan el género con el mismo fin que los ensayos: indagar en las “grandes dudas”, nadar en ellas a sabiendas de que son preguntas insolubles acerca del sentido de la existencia.

El libro es así un perfecto contrapunto de los cuentos desternillantes y terribles de José Edwards, pues presentan en una clave privada las mismas preocupaciones, las de un sujeto asediado por el absurdo y por el misterio, en un ejercicio intelectual que fue característico de su generación, pero que el autor, al igual que Juan Emar, supo llevar de una manera singular y reconocible a la legua.

“Un mago del talento difuso” por Juan Guillermo Tejeda para Las Últimas Noticias.

José Edwards, Pepe Edwards para sus amigos, fue parte de una generación, de una red, de una tribu cultural, pero curiosamente no para hacer negocios creativos ni para triunfar en los circuitos artísticos, sino como un modo de ser, como una manera de estar. Arquitecto de unas pocas casas maravillosas, fue amigo intelectual de Eduardo Anguita, de Enrique Araya y también de mi padre, Juan Tejeda. Escribía, aunque no para publicar. Tenía talento, pero le hubiera parecido humillante triunfar. Acaban de publicar un volumen con sus cuentos, 42 años después de sus muerte.

En aquellos años, los sesenta, los escritores chilenos humedecían conversaciones entre bares y veladas caseras, donde había poco que comer, algo más que beber, y un ambiente cálido de risas y performances. Lo propio, lo señorial, era un trato displicente con el éxito. Eran –lo recuerdo por haberlo visto de niño– seres cultivados, lectores de Dostoiewski, de Thomas Mann, de Sartre, de Hölderlin, apasionados de la Librería Francesa, asiduos a los conciertos de la Sinfónica, clientes de Il Bosco, aficionados al teatro, que en esos años había en Chile al menos dos grandes compañías estables. Un Santiago bohemio que recuerdo yo en blanco y negro, con algo vital, humorístico y al mismo tiempo tristón corriendo por las venas.

Empezaban entonces a asomar los escritores que sí habían decidido imponer sus nombres en el firmamento universal de todos los tiempos, y es así como José Donoso se organizó viajes a Estados Unidos y Jorge Edwards se hizo diplomático de altura. Ellos fueron precursores del neoliberalismo intelectual. Tenían, además del talento y el oficio, una voluntad que a Pepe Edwards o a Juan Tejeda o a Enrique Araya les parecía fatigante. Pero probablemente habían sido Neruda o la Mistral, más esforzados, los primeros globalizados.

Pepe Edwards era un mago del talento difuso, del genio existencial, de ese arte tenue y subterráneo de los chilenos que nada tiene que ver con los diez más vendidos ni con los cien más famosos. La ambición de Anguita, que la tenía, era de carácter cósmico más que local, y lo que sentía merecer era, como mínimo, el Premio Nobel, que se lo merecía. Juan Tejeda fue más bien un Voltaire, un aficionado a todo, un humanista de la variedad creativa.

Alternaban sus vocaciones artísticas con empleos donde cobraban poco por trabajar casi nada, que así eran las cosas, y vivían con sus familias estando y no estando en ellas. Y uno los ama, y los cultiva, porque de ahí venimos y, en el fondo, eso somos: personajes desconcertados por haber nacido, por tener que morir, y todo eso, además, en un país geográficamente absurdo.

Pepe Edwards cultivaba ese arte tenue y subterráneo de los chilenos que nada tiene que ver con los diez más vendidos ni con los cien más famosos.