Adelanto de Salomé de Elaine Vilar Madruga

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Notas del diario de viaje de
Silvan “El Pirata” Adus

Comandante del Carguero “Argos”
Contrabandista.

Día 6 de la cacería de la Madre:
Fui yo, y nadie más, quien pudo accionar el máser y lanzar sobre aquella criatura –¡que los Dioses me hagan olvidar su rostro!– la carga de la muerte.
Entre todos los hombres de mi grupo, solo yo había escuchado las leyendas que se cuentan en los puertos de Vilda acerca de la suerte de aquellos que ven, por un segundo siquiera, la cara de una Madre.
Pero el saber no fue suficiente. No para mí.
Ella estaba agazapada entre los árboles-lágrima del planeta. Huía de nosotros, supongo. Llevábamos persiguiéndola sin descanso durante más de seis días. Estaba escondida, pero aun así alcancé a verla –mi maldita suerte– y a fijar en la memoria algunos de sus rasgos. El máser entre mis manos tembló tanto que estuve a punto de errar el tiro. Pero no. Los dioses de la cacería estaban conmigo esa tarde, y la Madre cayó sin un grito entre los árboles. Su precioso rostro de bestia se deshizo en cien pedazos imposibles de recomponer ni siquiera con la clonotopía que el más arriesgado de mis técnicos se atreviese a intentar.
La vi muerta y sentí remordimiento, un dolor en las entrañas que era igual a la mordida del Mal de Nake al podrirte los órganos. Solo la había visto viva un segundo, pero aquel segundo bastó para que me sintiera el peor de los asesinos, la criatura más inmunda que ha surcado los cielos desde los tiempos del Gran Desglose.
Mis hombres temblaban como niños entre los matorrales. Los más jóvenes se mordían los labios hasta hacerse horribles marcas de sangre; los veteranos me miraban con ojos incrédulos: no podían entender mi crimen, aun cuando sabían que ERA NECESARIO.
El miedo me paralizó. Aquellos seres que me observaban, como tigres dispuestos a caer sobre el cuello de un recién nacido, habían dejado de ser mis hombres… Y pensar que apenas unas horas antes confiaba a ellos mi sangre y mi suerte. Les grité, les ordené avanzar en fila compacta hacia la cueva donde la Madre guardaba su camada de huevos.
Solo recibí un silencio hostil como respuesta.
“En cualquier momento, una docena de disparos me convertirán en trozos de carne y mierda”, recuerdo que pensé entonces, mientras les repetía la orden con una vocecita de espantapájaros que había dejado de pertenecerme.
Pero aquel no era el día de mi muerte.
Por todos los dioses, no lo era.
Mis hombres volvieron a mirarme con ojos pacíficos. Como si hubieran despertado de un sueño, de la pesadilla más profunda. Un grito de victoria salió desgarrado de la garganta de uno de ellos: “¡Tenemos a la Madre! ¡Tenemos a la Madre!”, y luego todos corearon aquella oración como si fuera un mantra sagrado al cual debían aferrarse con uñas y dientes si querían salvar la vida y la cordura.
Y posiblemente fuera cierto.
Entramos en la cueva.
Oscuridad. Sonido de agua, no demasiado lejos.
“¡Que nadie haga luz!”, grité de repente, recordando la leyenda que tantas veces había escuchado en los puertos: las Madres no soportan la claridad. Sus capullos se pudren como cáscaras secas si la más mínima luz llega a tocarlos. Yo no quería que nuestra cacería fuera en vano. No después de las muertes de Niven y Clara, los segundos al mando de la Argos. No después de verlos secarse como si fueran hojas de árboles en solo una noche y un día, consumidos por una enfermedad sin nombre. Todavía recuerdo sus gritos. Como si estuvieran clavados en mis oídos. Ninguno de los míos –ni siquiera los más viejos veteranos que conocían los mapas del Imperio como la palma de sus propias manos– había escuchado de una peste que momificara un cuerpo vivo hasta convertirlo en jirones de cuero pegados al hueso.
Quizás fueron sus muertes las que me impulsaron a accionar el gatillo contra la criatura.
El motivo más antiguo de todos.
La venganza.
A pesar de la oscuridad, no tardamos en localizar el Nido. Los seudoapéndices táctiles insertados en mis botas suplieron mi ceguera momentánea. Sentí los cambios sobre la roca porosa de la cueva: textura de hierba –musgo rojo, tal vez–, y los residuos aún perceptibles de la saliva de la Madre.
Ese rastro fue el que seguimos hasta encontrar la exacta localización del Nido.
Estaba oculto en el rincón más húmedo de la cueva, en un sitio donde ni la luz más insignificante se atrevía a entrar. Era un amasijo de hierbas y secreciones.
Asqueroso, pensé.
Luego advertí la presencia de los huevos.
Eran quince en total. Los tanteé. Tres estaban perforados, completamente inservibles. No fue necesario que introdujera mis manos para saber que los fetos eran solo trozos de carne muerta.
Pero el resto de la camada estaba ileso, y la cubierta de piel de los huevos vibraba con una energía que pronto saldría a la luz.
Hice un cálculo rápido: ocho millones de megacréditos por cada uno. Un pasaje de ida sin vuelta, para mí y para mis hombres, al viaje de lujo de la vida.
Con cuidado, colocamos los huevos en receptáculos de vidrio blindado que habían sido forjados con el único fin de proteger a la camada durante la travesía de regreso al Imperio.
Y retornamos.
Este ha sido nuestro primer y último viaje por aquel mundo de sabanas y bosques infinitos donde viven las Madres. Nada ni nadie me podrá obligar a volver allí. Ni por todos los créditos de la galaxia.
No. No es por temor al bloqueo espacial que la nube de asteroides que rodea a este planeta perdido le impone a las pocas naves que se aventuran a saltar en sus límites. Ni siquiera me importa la prohibición de los cartógrafos que han omitido este mundo de sus mapas durante milenios, condenándolo a un olvido eterno. Yo, en su lugar, habría hecho lo mismo. Lo borraría no solo de las cartas de navegación del universo, sino también –si pudiera– de las lenguas y las mentes de los hombres que buscan aquí el Edén prohibido de sus padres.
La verdad es que tengo miedo de volver.
Miedo de perder mi alma y mi mente con solo mirar el rostro de otra de las tantas Madres que corren por los bosques de este mundo, y atraviesan desnudas los ríos con sus sonrisas venturosas, más allá del bien y el mal. No quiero terminar loco y suicida, ni momificado como Niven y Clara, ni que mis ojos tengan por un segundo el brillo asesino que hoy percibí en el de mis hombres.
Que todo esto permanezca en el olvido.
Así sea de hoy en adelante.
Cuando la Argos se alce de esta tierra y yo me vea a salvo con mi carga, daré gracias a los dioses de la vida y de la muerte por dejarme de este lado de la realidad.
Doce huevos: una camada única.
Soy un hombre bendecido. Bendecido y rico.
Una vez que pueda librarme de estos huevos seré también un hombre feliz.
Por ahora me conformo. Solo rezo porque la Argos me sea fiel y regrese pronto a casa. Que me lleve de vuelta a los brazos de las putas y a la cerveza amarga de los puertos. Que sus motores de salto no me fallen ni una vez… Porque si las nuevas criaturas que aún duermen en los huevos como insectos sin vida llegaran a nacer a bordo de mi nave, entonces adiós a todo: putas, cervezas, créditos. Me veré obligado a abrir los ojos y contemplarlas en toda su belleza de bestias salvajes. La Argos no tiene tanto espacio como para escapar. Tendré que verlas. Frente a frente. Sin los árboles como escudo. Desnudas. Y tan hermosas. Presiento que entonces no tendré la fuerza suficiente para accionar el gatillo de un máser contra una de Ellas… ni siquiera sobre mi propia frente.
El suicidio no es el camino… La muerte no es el camino.
Ellas no me lo permitirán.
Yo, Silvan “El Pirata” Adus, tengo miedo.
Mucho miedo.