Mi muerte (y esto es algo que hoy, ya fuera del tiempo, yo, nombrado René Andrade en alguna época, puedo fingir que cuento con serenidad) llegó inesperadamente una tarde a comienzos del otoño de 1955, luego de despedirme de Catalina Mújina, mi novia ya desde hacía tres años y compañera, por igual tiempo, en mis estudios de Lenguaje y Literatura, con quien había pasado aquel día un agradable rato en el viejo Café San Marcos, cercano al campus. Discutimos, eso sí, pero aquello era un juego que acompañaba nuestro tiempo compartiendo el chocolate caliente y los bizcochos. Discutimos (y reímos por eso) sobre el hipotético destino que tendrían nuestros también hipotéticos hijos, personas vigorosas que vivirían doscientos años, que es el tiempo que necesita alguien para acercarse al conocimiento de algunas verdades, el tiempo que, creí en vida, necesitaban las naciones para aprender a recibir los golpes de las fuerzas de la historia, y comenzar una mejor historia con menos golpes. Pero no viví doscientos años ni vi a mi nación cumplir tal edad.
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