Fuente: Tareas de lectura
Hubo un tiempo en que esperaba las listas de lo mejor del año con alguna urgencia. Las de libros, por supuesto, pero quizás con más interés las de discos. Revisaba web de revistas que leía poco y nada durante el año, buscando esos resúmenes para sacar información –no siempre valiosa- y también para confirmar mis gustos. Yo mismo hice mis propias listas musicales y aún no me arrepiento de haber sido arbitrario ni arrogante. De eso se tratan las listas, ¿no? Las literarias en las que he participado han estado casi siempre ligadas estrictamente al trabajo, salvo un par de recuentos para este mismo blog, y quiero pensar que sabía un poco más de lo que estaba hablando. Todavía me interesan, me entretienen, pero supongo que ya llevo tantos años llegando a fin de año que la cuestión está agarrando el tristísimo sabor de la rutina. Sí, exagero.
Como sea, hace tres semanas hice una lista. Me pidieron 10 libros y me pasé. No eran exactamente los mejores, sino algo así como los más importantes. Los libros del año, ya sea por su calidad literaria o por su conexión con los lectores. En estos días he estado pensado en esa lista, dándole vueltas a sus ausencias, pero sobre todo masticando una idea que no termino de entender bien. Es, en realidad, la intuición de que el 2015 más que otra cosa fue un año de transición. De acomodo. De estertores. También, seguramente, del inicio de otra cosa. Pienso en Nicanor Parra: es maravilloso y terrible que nuevamente el viejo fuera algo así como el gran protagonista cultural del año. Qué mortalmente aburridas son las efemérides. Y aunque me parece que su libro Temporal (Ediciones UDP) es de verdad muy bueno y sorprendente, no puede ser que el mejor título de poesía chilena –como muchos andan diciendo- sea uno escrito hace 30 años por un hombre que ya tiene 100. No debe serlo.
Pienso también en Alejandro Zambra y Alvaro Bisama, para mí los mejores de su generación. Ambos publicaron novelas que, creo, extienden un programa que ya dio sus mejores frutos. Son ecos de sus obras. Síntesis, quizás. Otra vez, Bisama en Taxidermia (Alquimia) monta historias borroneadas, moldeadas en el fragmento, sobre personajes dañados, habitantes de una marginalidad en que el arte se junta con la miseria, y que esta vez toman una coherencia especial porque el narrador está perdiendo la memoria. Me gustó la novela, pero sospecho que ya existía entre las páginas de Caja Negra, Música Marciana y Los Muertos.
El caso de Zambra podría ser incluso más evidente. La estructura que eligió para Fascísmil (Hueders) –el mismo formato que la PAA de Verbal- lo convierte en su libro más raro y arriesgado, formalmente al menos. Casi experimental. Pero más allá de esa forma, Zambra vuelve a explorar prácticamente los mismos temas de sus anteriores dos libros, Formas de Volver a Casa y Mis Documentos: la memoria, la infancia, los ecos de los 80, la educación, los quiebres sentimentales y la profunda soledad de una generación que, a estas alturas, trata más mal que bien ser adulta. Estoy simplificando, lo sé, Facsímil también es un intento radical por desafiar el relato tradicional. Pese a ello, me parece más el último paso en un camino, que un cambio de dirección.
Ahora, allá Zambra si le interesa cambiar el rumbo o no. Lo mismo para Bisama. Que hagan lo que quieran. Pero porque ambos tienen sólo 39 años, imagino que en algún momento se van a mover. Espero que sea pronto. En cambio, no sé si lo hará Roberto Merino y mucho menos Germán Marín. Primero con Marín: poseído por un fervoroso impulso literario, acaso fruto de tener el tiempo que jamás tuvo, en los últimos cinco años ha estado publicando novela tras novela y la última fue Tierra amarilla (FCE), otra poderosa pieza de su monumento a los miserables golpeados por un país nauseabundo y corrupto. Está cada vez menos político, es verdad, pero todas estas últimas “novelitas” son esquirlas de sus grandes bombas. De Merino, a su vez, no habría que esperar nada.
Repito: nada. Y sin embargo, todo lo de Merino es deslumbrante, incluso a pesar suyo. Toda su obra narrativa ha sido construida en base a responsabilidades laborales, a la larga un poco a regañadientes, como toda columna que ha de entregarse semanalmente a un diario. Su libro del 2014 Pista Resbaladiza (UDP) reúne sus crónicas de Las Ultimas Noticias y, más o menos de la misma forma que en libros como En busca del loro atrofiado y Todo Santiago, es el despliegue de una mirada perpleja pero sobrecogedoramente sensata, sobre un devenir que arrasa lentamente con todo. En el camino, Merino da cuenta de cierto universo popular nacional y también de su propia vida. El drama nunca es dramático, sino ligero, descreído, luminoso. Ahora, este nuevo de libro también es el mismo libro de siempre. Preciso: de Merino no hay que esperar nada nuevo. (Aunque quién sabe: en 2015 lanza Padres e hijos, con Hueders).
Por ahí andan, creo, los estertores. O los ecos. Quizás uno más: Autoayuda (Chancacazo), de Matías Correa. Celebrada por algunos como algo así como la gran revelación –Alberto Fuguet prácticamente lo apadrinó-, de verdad que es un relato muy bien armado, de una fluidez envidiable y una trama que avanza sin dudar un sólo paso hacia la resolución. Muy pocos autores de la generación de Correa –nació en 1982- tienen su naturalidad y elocuencia para contar una historia. Para mí, sin embargo, Autoayuda es una novela de los 90. Historia de un exitoso abogado, Mena, que se desmorona en el vacío de una vida exitosa, explora un problema apolítico y desideologizado tan noventero como sus espacios y habitantes: brillantes departamentos de La Dehesa, tontas galerías de arte del Alonso de Córdova, estaciones de servicio, drogas duras distribuidas por bohemios ochenteros que envejecieron durante la fiesta. Quizás estoy equivocando el punto completamente.
Quizás Autoayuda en realidad es una novela sobre la amistad y la soledad y su decorado da lo mismo. No sé. No sé si realmente uno pueda exigirle a una novela que de cuenta de su tiempo o criticarle que de cuenta de otro. No sé. Lo que sí sé es que me pareció más fresca y viva Incompetentes (La Pollera), de Constanza Gutiérrez (1990), una pequeña novela –casi un relato- que es pura actualidad: es la historia de un grupo de escolares que se toma su colegio. Más allá, en todo Santiago, quizás en todo Chile, muchos otros colegios también están tomados. Pese al contexto evidentemente político, Gutiérrez evita a los cabecillas del movimiento y sus personajes son adolescentes apáticos que improvisan una vida sin reglas, lejos de sus padres, en el colegio que tan poco les importa. Por supuesto que fracasan, pero posiblemente él éxito nunca estuvo en sus posibilidades.
El debut de Gutiérrez es muy prometedor. Tanto, para mí, como el de Romina Reyes, que publicó el libro de cuentos Reinos. Historias de veinteñeros de clase media que no saben conectar emocionalmente, es sutil, ambiguo y aunque no tiene la transparente ambición de Incompetentes, también da cuenta del tono de una generación. Está cerca de Eslovenia, de Esteban Catalán, otro gran volumen de cuentos de un debutante que publicó la misma editorial, Montacerdos. Perdedores, jóvenes de una medianía a la que pertenecimos tantos, tipos cualquiera en medio de hechos cotidianos inesperadamente conmovedores.
A propósito de Montacerdos, este 2014 tiene el sabor de la consagración (¿tanto así?) para las pequeñas editoriales. Tanto Bisama como Zambra le pusieron pausa a sus casas editoriales (Alfaguara y Anagrama, respectivamente) para publicar con Alquimia y Hueders, en un gesto que sumado a otras señales hablan de, ahora sí, un nuevo panorama en la industria editorial. Mientras los sellos internacionales son tragados por el transatlántico de Penguin Random House y, como es natural, pelean por los best seller, Fuguet prefiere que su mejor libro de 2015, Juntos y Solos, salga por Ediciones UDP, la Furia del Libro se lleva toda la onda que perdió la Feria Internacional del Libro de Santiago y es efectivamente en las independientes donde surgen títulos inesperados y sorprendentes como Ejercicios de encuadre (Cuneta), de Carlos Díaz Araya, Apache (Sangría), de Antonio Gil, Fanon City Meu (Das Kapital), Jaime Luis Huenún.
Dejo aparte a La imaginación del padre (Lolita Editores), una indagación familiar de Luis López Aliaga que fue una de los libros que más me impactó del año. Sobre todo me gustó que acá todo fueran preguntas y ni una sola respuesta cerrada. López Aliaga rastrea la memoria de su familia para entender el esquivo silencio de ese hombre duro, más bien fracasado y de historia prestada, que es su papá. De fondo y a veces en primer plano también, la cultura peruana de su abuelo entra y sale del libro como otra patria posible, como otro destino imposible. En la ruta, López Aliaga no consigue resolver casi nada, pero es posible que haya puesto los cimientos de su propia identidad.
Algo más sobre las chicas. Si la sorpresa del 2015 fue Montacerdos, Hueders se puso en otro nivel. Además de Facsímil, de Zambra, casi todo lo que publicaron es valioso: desde Buscanidos, de Matías Celedón, a Humillaciones, de Marcelo Mellado, y esa tremenda colección de retratos literarios de Manuel Vicuña, Fuera de Campo. Además, editaron El idioma materno, de Fabio Morabito, y Juicios a las brujas y otras catástrofes, de Walter Benjamin. El sello de Rafael López, Marcela Fuentealba y Alvaro Matus se sitúa así muy cerca de Ediciones UDP, que se escapa con un catálogo de sabido impacto internacional. Además de Temporal o Pista Resbaladiza, este año publicaron al menos cuatro títulos más o menos ineludibles: Un hombre flaco, de Daniel Titinger, Un paseo con los dioses, de Oscar Contardo, La voz extraña, de Fabián Casas, y Continuación de ideas diversas, de César Aira. No lo digo porque yo tenga cierta conexión con el sello de al UDP, pero me quedo corto nombrado solo cuatro libros.
Pese a todo, algo pasó en las grandes. Sinceramente creo que Logia (Planeta), de Francisco Ortega, es un libro importante de este año. A pesar de que personalmente no me interesó mucho, le peleó a dos best seller probados como Pablo Simonetti y Roberto Ampuero el primer lugar del ranking y varias semanas les ganó. Ortega utiliza mitos de la historia chilena y el paisaje de Santiago para construir un thriller atrapante, quizás un poco inverosímil, pero jamás deshonesto. Es otro pilar, el más deliberadamente comercial, para un universo personal que Ortega ha ido creando en novelas gráficas como 1899 y Mocha Dick.
De la gigante Penguin Random House, valoro tres libros publicados a través de Literatura RH. La edad del perro, de Leo Sanhueza (del cual también habría que mencionar El hijo del presidente) y Volverse palestina, de Lina Meruane; en ambos libros dialoga biografía con historia política. Pero más allá de eso se parecen muy poco: Sanhueza habla de los 80 en el sur de Chile, mientras Meruane de la Palestina ocupada por Israel hoy. El tercero que valoro, y con especial entusiasmo, es Racimo, de Diego Zúñiga, el mejor sucesor posible para ese relato mínimo y apático que fue Camanchaca. A través de un protagonista fotógrafo, Torres Leiva, Zúñiga redescubre la inquietante oscuridad que se extiende por el desierto nortino. Una oscuridad que es sinónimo de mal a secas y también de pobreza y desamparo social. Es verdad que no es una novela perfecta –por suerte-, pero muestra una ambición narrativa que opera en varios niveles: contar una historia –y a veces más de una-, crear personajes, dotar al lenguaje de un filo lírico y, sin alardeos, ser político. La confianza en la ficción -y en el género novelístico- que tiene Zúñiga lo sitúa de nuevo en un lugar protagónico de su generación.
Sobre los libros extranjeros hay mucho que leer en otras partes. Yo únicamente voy a nombrar Un hombre enamorado, del noruego Karl Ove Knausgard. A mi no sólo me gustó porque soy incapaz de restarme de las modas, sino también porque quedé genuinamente deslumbrado. No sé ustedes, pero el relato pormenorizado de la vida diaria que Knausgard me dio un vértigo que, por momentos, se extendió a mi propia vida diaria, otorgándole una patina literaria a todas mis experiencias y también una de temor existencial. Es posible que me haya golpeado tanto porque en este tomo de la serie Mi Lucha, Knausgard habla de su experiencia como padre y yo precisamente estoy metido en eso hace algunos años. Como sea, lo leí lentamente, en el papel y en el teléfono, demorándolo.
Ahora que releo esto, no estoy seguro si se trató de un año de estertores. Quizás sí. Quizás fue mi forma de leer este año. Algo, creo, se está repitiendo. Eso sí, no existió una libro tan unánime como lo fue el año pasado Leñador, de Mike Wilson. En cualquier caso, este recuento es obviamente limitado, especialmente porque leí pocos libros de poesía. Tampoco leí muchos infantiles –me salté lo de María José Ferrada, por ejemplo- y muchos menos ilustrados. Me pareció fascinante La última broma de Juan Luis Martínez (Cuarto Propio), de Scott Weintraub, y me ha gustado mucho lo que he leído del recién editado Pliegues (Cuneta), de Soledad Bianchi, pero en realidad mis lecturas de ensayos fueron mezquinas. No podría decir que esto, este texto, se trata de una lista de los mejores libros del 2014. Son apenas unos apuntes de lecturas.