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Prólogo a “Thimor” por Antonio Acevedo Hernández

Un libro es una afirmación.

Y el primer libro escrito por un joven, es más que una afirmación; es la credencial que él entrega a la vida, algo íntimo, algo traspasado de ilusión, de una ilusión tan consistente que agiganta el éxito y consuela en el fracaso.

Astica Fuentes –aprendiz de revolucionario–, fuerte en alternativas crueles, entrega un libro que debe ser recio por haber sido escrito por él, que debe ser doloroso, porque él lo forjó. (Se recordará que Astica figuró con relieves en la Revolución de la Marinería).

Pues bien, a pesar de las aventuras del escritor, que sabe secreto del mar, de la tierra y del cielo, y a despacho del sitio en que fue escrito –la cárcel–, es un libro lírico y hasta algo místico. Una novela de amor y de redención… (Dicen que el amor es redención…).

¿Con qué ojos ha mirado Astica este factor de la vida? ¿Con qué corazón lo ha sentido? ¿Cómo pudo prevalecer en su alma un tema de la fantasía, mientras él esperaba la sentencia de un fiero tribunal? Esta obra tiene que ser –por fuerza–plena de ilusión.

Astica es cristiano; más que cristiano, místico; probablemente su fe lo salvó. Él pudo –escudado en ella– atravesar por entre las amenazas de un proceso que tenía contornos trágicos.

Es Astica escritor de libros de amor, un revolucionario de los que por tal se entienden. ¿Bastará para los descontentos de hoy, el lema de la Cruz y del Amor Humano? Para él es suficiente, es joven y sabe que la conquista más difícil es la del amor, y comprende que cuando lo conquiste totalmente, estará tan seguro de sí mismo, que tendrá sonrisas buenas hasta para la muerte.

Pero pese a su sentido cristiano, que recibió de sus ancestros y que sabrá conservar, Astica tiene una visión completa de la realidad y se orienta hacia la concepción marxista, en lo que ésta tiene de fundamental.

Astica tiene antecedentes de escritor, ha sido cronista, croniqueur, dicen otros, ha tratado de innovar dentro de su campo y algo ha realizado. Sus conceptos sobre la realidad de la naturaleza –para él algo irreal–, y sobre el sentido de la acción, son originales; y su seguridad artística sería enfermiza, si él no fuera un hombre joven, de vida multiforme, y un gran captador del sufrimiento. No tiene una norma literaria, no debe tenerla, tantea; pero sabe que solo entregándose enteramente a su labor –sin reservas de ninguna clase–, podrá realizar una obra verdadera, cualquiera que sea el juicio de los demás.

Tiene tanta fe en sí mismo, que nos imaginamos que no ha leído las obras maestras que se han escrito y que producen pavor en los que se quieren dedicar al arte, pues sugieren la terrible pregunta: “¿Produciré algo yo, que pueda sumarse al patrimonio artístico de los siglos?”.

Astica sonríe del tiempo; nada lo sorprende; tiene la seguridad de que va más allá de la promesa, y orienta su cristianismo en la dirección de aquel que dio mártires. No le importan los montes de las calaveras, ni las manifestaciones de las muchedumbres; es individual en una época que no permite serlo; pero lo defiende su arte.

THIMOR, su primera novela lo revelará; nosotros –como él– esperamos confiados.

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