[vc_row][vc_column][vc_column_text]Podemos decir que 1922 y 1923 fueron años especiales para Juan Emar. Por lo menos, tenemos tres textos que fueron redactados, aunque sea en parte, durante el transcurso de estos dos años: Cavilaciones, Amor y Regreso, todos publicados por La Pollera Ediciones. Se trata, además, de los años en que Álvaro Yáñez adoptó el seudónimo de Jean Emar, con el que firmará los artículos que publicó en el diario La Nación, desde 1923 hasta 1927. Se trata, entonces, de años especialmente creativos, fructíferos y productivos para nuestro autor.
La escritura de Regreso podemos fecharla en 1923, por lo menos su inicio o sus primeros fragmentos. Este es un texto que no había sido mencionado en ningún estudio ni escrito sobre la vida y obra de Juan Emar, un texto invisibilizado y oculto en el cajón de los papeles emarianos. Sólo cuando se revisaron algunos diarios de viajes inéditos, aparecieron las páginas manuscritas de Regreso. Fue un descubrimiento completamente azaroso. Cuando lo leímos, nos dimos cuenta de que se trataba de una pequeña novela, de una ficción relacionada con un viaje a Alemania. A pesar de haber sido escrito en Chile, es decir, después de febrero de 1923, da cuenta de un viaje real que su autor realizó en enero de ese año, justo antes de viajar y hacerse cargo de sus columnas en La Nación.
El libro se abre con una perorata de Valdemar, quien desaconseja al narrador a realizar un viaje a Alemania, así como cualquier otro tipo de viaje, a excepción del viaje interior: “Antes de viajar por el mundo, conviene viajar, un poquito siquiera, por sí mismo”, le dice. “Un viaje es cosa grave –continuó Valdemar. Por eso haga Ud. primero una excursión por dentro”. Este imperativo impuesto por Valdemar nos recuerda las palabras de Robert Louis Stevenson cuando se refiere, no a un viaje sino a una simple caminata: “… que la mejor escuela para un amante de la naturaleza no se encuentra en uno de esos países que no provocan el efecto de un decorado (…) sino un tranquilo espíritu de ordenada y armoniosa belleza que empapa todos los detalles de un modo tal, que podremos esperar, pacientes, cada uno de esos leves toques que hacen sonar en nuestro interior, todos a la vez, la nota que oculta el paisaje”. Si se sale a recorrer el mundo sin esta sintonía y armonía, se corre el riesgo de que el viaje genere múltiples agujeros en el visitante porque “el turista de regreso es un hombre agujereado y por cada agujero sopla una corriente de aire del país lejano. Es todo”, concluyó terminantemente Valdemar.
Los consejos del amigo hicieron mella en la voluntad del narrador. Caviló y dudó sobre si emprender el viaje o quedarse a resguardo en París, hasta lograr esa afinación interior tan deseada. Lo que más temía era “que el vergonzoso compañero, el hastío, (le) acompañara por todas partes”. Así pasó cuatro días en su habitación, “devanándose los sesos”, sin poder tomar una decisión. En eso estaba cuando llamaron a su puerta y entró un viejo amigo de su padre, un hombre práctico que, al verlo pálido y algo demacrado, le recomendó una cura en los baños de Nauheim. “¿Cómo dice Ud?”, le preguntó el narrador estupefacto. “Digo Bad Nauheim; cerca de Frankfurt sobre el Rhein; a una noche de aquí. Vida baratísima, confort insuperable, aire puro y ¡salud, qué diablos, salud!”, remató el hombre. Esta sola mención a Alemania resolvió las dudas y angustias del narrador, quien tomó el tren al otro día, junto a algunos conocidos que deseaban visitar los famosos baños de Nauheim.
El texto nos relata los problemas que tiene el narrador para poder sintonizar con lo que le rodea y, así, escribir en su diario “las impresiones de turismo”, que se le escapan sin remedio. Esta imposibilidad lo hizo cavilar sobre su situación y pensó que tenemos varios yo, que “somos algo que oscila” entre el yo verdadero y los otros yo que podemos ser. Lo importante de estas meditaciones es que el narrador tomó conciencia de que habitaban en él dos tendencias: “una oscilación me trae concentración, repliegue; la otra, observación, difusión”, se dijo. Esta última lo llevó a realizar el viaje, porque ella se lanza “tras cuanto ve”. Es lo que él llama la “tendencia-bestia”. La otra, es tranquila y sosegada, “adormece a la bestia y aprovechándose del silencio, escucha las brisas”. El narrador dice estimar a esta última tendencia, y aborrecer a la primera.
Me he detenido en este fragmento porque la disyuntiva de la que nos habla el narrador sobre su personalidad tiene un símil en la obra posterior de Juan Emar, especialmente en Umbral. Sin entrar en mayores detalles, baste mencionar que en su Opera Omnia se encuentran dos lugares irreconciliables: San Agustín de Tango y el Centro de la Tierra. En el primero habita Onofre Borneo, el narrador juerguista y mujeriego de Umbral, allí donde bulle la vida, el lugar donde viven y mueren los conocidos y los desconocidos, con sus afanes, esperanzas y fracasos; mientras que el segundo es la zona de la paz, del silencio, el lugar donde habita no el autor sino el personaje Juan Emar, en perfecta armonía y trascendencia. Se trata de las dos tendencias referidas por el narrador de Regreso, pero proyectadas a espacios simbólicos desarrollados intensa y profusamente por Juan Emar en su obra posterior. No debemos olvidar que Regreso fue escrito cuando Emar tenía 29 años, por lo que resulta sorprendente cómo mantuvo los mismos motivos y temas durante toda su obra.
Después de estas elucubraciones, el tren arribó a Forbach, una estación de trenes situada en el territorio de la ciudad homónima, en el Departamento de Mosela, en Lorena. Se trata de la última estación de trenes en Francia, antes de la frontera con Alemania. Desde Forbach, el tren siguió. “Siguió, deteniéndose de tiempo en tiempo en alguna estación o en pleno campo (…). A menudo veíamos soldados franceses que se aburrían manifiestamente, y ciudadanos alemanes que ni se aburrían ni se divertían”, nos dice el narrador. “De pronto, en una estación, me fijé, por primera vez que todo el mundo era alemán (…). Todo el mundo alemán, salvo los soldados franceses, por cierto. Y todo ese mundo alemán, contrariamente a mí, no notaba a los soldados franceses; y los soldados franceses, a mí contrariamente también, tampoco notaban a ese mundo alemán”.
¿Qué es lo que está viendo el narrador mientras el tren avanza lentamente por la vía férrea? La historia de Regreso transcurre en 1923, el año de la crisis en Alemania. Hacía muy poco que los germanos habían perdido la Primera Guerra Mundial, y el desempleo, la crisis económica y una aplastante depresión colectiva marcaban su cotidianeidad. Las condiciones impuestas por el Tratado de Versalles, de 1919, la señalaban como la gran responsable de la guerra, obligándola a pagar millones de marcos a los vencedores por concepto de reparaciones, por los daños causados durante el conflicto.
En enero de 1923 se produjo la invasión de Francia y Bélgica a los territorios de Renania. Ambos países buscaban asegurar el pago de las reparaciones de guerra, por lo que ocuparon las minas de carbón y las industrias del Ruhr. La región del Ruhr es la más industrializada de Europa. Conocida como Cuenca del Ruhr, se encuentra en el corazón del Estado de Renania del Norte/Wesfalia. Algunas descripciones hechas por el narrador dan cuenta de las circunstancias históricas del momento en que Juan Emar visitó la frontera franco-alemana, y sus percepciones aluden a lo que será uno de los motivos más ominosos por los cuales Alemania se alzó contra Europa. En efecto, la inestabilidad política que generó la invasión franco-belga, devastó la economía germana. El gobierno llamó a la resistencia pacífica contra Francia y decidió no cancelar la deuda pendiente. Pero en septiembre, Alemania resolvió reiniciar los pagos y canceló la estrategia de la resistencia no violenta. Frente a las protestas y disturbios que se iniciaron por las medidas adoptadas, el 26 de septiembre se declaró el estado de emergencia. Ese mismo día, el estado regional de Baviera proclamó su propio estado de emergencia. La situación se fue haciendo cada vez más insostenible y Hitler aprovechó la coyuntura para irrumpir con los camisas pardas en Múnich, proclamando la revolución y sus intenciones de formar un nuevo gobierno, en lo que se llamó el Putsch de Múnich. 10 años después fue nombrado Canciller Imperial.
El tren siguió su marcha y pocas horas después llegaron a Frankfurt, donde abordaron otro tren con destino a Bad Nauheim, ciudad en el Estado de Hesse. El narrador va llenando paulatinamente su cuaderno de turista, aunque no nos entrega ninguna descripción del paisaje, de los lugares ni de los habitantes con los que se cruza en su viaje. Una vez llegado a Bad Nauheim se puso a meditar sobre los alemanes, definiéndolos como antipáticos, ingenuos, sumisos, orgullosos, mal educados, brutales, atropelladores, crueles, sanguinarios y con una enorme falta del sentido de las proporciones. Para demostrar esto último, dice que “nosotros leemos como un problema filosófico la filosofía alemana, y ellos al leerla forman un ejército y asaltan a los vecinos”. Esta afirmación, que hace referencia a Nietzsche, nos hace pensar que el autor redactó los capítulos finales del texto después del 1° de septiembre de 1939, cuando los alemanes invadieron Polonia.
Es importante señalar que este es el primer texto de ficción, y el único, en que Emar hace referencia a los acontecimientos políticos e históricos que lo rodean. En Umbral, cuya escritura la inició en 1940, jamás nombró o mencionó algo, por mínimo que sea, sobre la Segunda Guerra Mundial o sobre Adolf Hitler o sobre la invasión del Tercer Reich a París, donde vivía Pépeche, su amante francesa.
Estando en Nauheim, el narrador asistió a una fiesta en el casino, donde tomó varias copas de un “generoso vino del Rheim”. De pronto, tuvo la sensación de que algo caía detrás de él, algo como una serpentina que, al rodar por la alfombra, se desenrollaba. “Es mi pasado el que ha caído – pensó. Mi pasado desde mis primeras conversaciones con Valdemar”. Y vio que la serpentina era gris, falta de vida y de calor. También vio que le faltaba sangre. “Yo era un hombre pálido –se dijo a sí mismo-, sacristán verdoso, que quería romper el secreto de un pueblo inmenso”. Y sintió que amaba a Alemania por encima de todas las cosas. Y caviló sobre el lenguaje, el efecto de las palabras, la construcción de mundo de que eran capaces, y reconoció en ello el primer escollo del turista: el baúl lleno de palabras convencionales que todo turista acarrea, “palabras que no tienen más valor que el de un acuerdo tácito para nombrar y recordar en ellas algo que dos o más personas conocen o han visto”. Este escollo es el que le hace decir al ya citado R. L. Stevenson en uno de sus ensayos sobre viajes: “El anglosajón es en esencia deshonesto: el francés es por naturaleza desconocedor de ese concepto que llamamos ‘juego limpio’”. Son generalizaciones y prejuicios que no permiten acercarse al fenómeno con cierta objetividad.
Como corolario, el libro concluye que para ser un turista cabal, antes de opinar sobre cualquier persona o sobre cualquier característica de lo que se encuentra a su paso, hay que hacer el trabajo previo de la verificación de sus palabras. Verificación no consigo mismo sino con los demás hombres. Hay que rehacer “el proceso que en los demás se cristalizó con tal o cual palabra, para así saber justamente a qué se refieren cuando sobre algo opinan”.
Así es que ya lo saben quienes piensan salir a turistear: primero hay que viajar al interior de sí mismo; luego, rastrear la concepción de vida y de mundo que tienen los habitantes del país que se visitará. No se trata, entonces, de llegar y comprar un pasaje. Nada de eso. Es necesaria la reflexión y el conocimiento antes de embarcarse.[/vc_column_text][laborator_heading title=”Libros de Juan Emar” sub_title=”en La Pollera”][laborator_products columns=”3″ products_query=”size:6|order_by:date|post_type:,product|tax_query:105″ css=”.vc_custom_1478618159488{margin-top: -40px !important;}”][/vc_column][/vc_row]