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EGIPTO: La revelación de Bastet
Ni Héctor Cúper ni sus dirigidos estaban contentos con las actividades extra programáticas que les imponía la Asociación Egipcia de Fútbol. La obsesión de Samir Zaher por la religión del antiguo Egipto interrumpió las concentraciones de los faraones en reiteradas ocasiones durante el camino a Rusia 2018. Cuando el presidente de la federación se presentaba en el hotel The Nile Ritz Carlton de El Cairo, el técnico y los seleccionados se preguntaban: “¿Y ahora dónde nos va a llevar este demente?”. Tardes de PlayStation, piscina temperada y siestas eran reemplazadas, muy a su pesar, por visitas a monumentos históricos en las que el propio Zaher hacía de guía con un entusiasmo sin parangón.
En viajes que implicaban distanciarse cientos de kilómetros de El Cairo, primero vinieron las pirámides de Giza y después la pirámide Roja seguida por el Templo de Lúxor. Pero lo extraño comenzó a ocurrir en el Templo de Hatshepsut construido en honor a Ra, ubicado en los acantilados de Deir el Bahari, muy cerca del río Nilo y del valle de Los Reyes. En las penumbras de su interior, mientras Sami Zaher profundizaba en la figuras de Hatshepsut y Senemut, se les encimaron una pléyade de brillantes ojos, lo que llevó a los gritos a Essam El-Hadary, capitán del seleccionado, quien corrió despavorido. Constatar pronto que se trataba de una horda de gatos Sphynx, aplacó la tensión del momento. Luego visitaron los templos de Abu Simbel, a orillas del lago Nasser, donde, mientras el presidente de la federación hacía una completísima exégesis en torno a Ramses II y su esposa, Nefertari, Héctor Cúper, todo el seleccionado y el propio Zaher vieron encenderse los ojos de una estatuilla felina. En el viaje de regreso a El Cairo, los seleccionados comenzaron a valorar las actividades extra programáticas y a la vez dejaron de ver lo ocurrido en el Templo de Hatshepsut como un evento aislado; Mohamed Salah inquirió a Mohamed Elneny: “¿Qué hay con los gatos?”, pregunta ante la cuál Elneny se quedó sin respuesta. El misticismo felino que tenía en llamas a Zaher y que ahora entusiasmaba hasta al técnico argentino y gran parte del plantel, tuvo su acontecimiento cúlmine en la visita a la gran Esfinge de Guiza. Zaher no alcanzó a empezar su exposición en torno a Horus cuando la esfinge con cuerpo de león transmutó su rostro en el de una gata, instante en que el presidente de la Asociación Egipcia de Fútbol, enloquecido, comenzó a gritar: “Es Bastet, es Bastet”, y Cúper, su cuerpo técnico, y los veintidós seleccionados entendieron las señales que se venían manifestando.
A partir de la revelación de la diosa Bastet, el ánimo de los seleccionados y su técnico de cara a Rusia 2018 se trasformó por completo. Desde ese entonces, fue posible apreciar en los entrenamientos extrañas triangulaciones, impredecibles movimientos que por un momento parecían inocuos, para luego dar lugar a un furioso arañazo. Ya saben los faraones que cuando se extinga la luz de Ra, los ojos de la diosa protectora serán sus faros en la oscuridad.
Mohamed Salah: la pizarra de Hapy
La filosofía africana, puesta en entredicho y ubicada detrás de un biombo, ha sido entendida –quizás con justa razón– como una timorata expresión de tendencias occidentales absorbidas desde el colonialismo. Pero sería ingenuo aquel que no considerara a Hermópolis, Menfis o Tebas, como parajes que sostuvieron una eclosión: el desembarco de todo lo que hoy se observa como firme y sólido, los derroteros que germinaron la semilla misma de quienes ahora los consideran serviles. No deberíamos olvidar que Tales de Mileto, Aristóteles, Pitágoras y Platón, observaron el Delta, viajaron por el Nilo y dibujaron los cimientos de occidente bebiendo de sus aguas.
Esfuerzos filosóficos recientes como los de Séverine Kodjo-Grandvaux, Souleymane Bachir Diagne, Léonce Ndikumana, Kwasi Wiredu, Kwame Anthony Appiah y otros que han abordado el problema de la identidad del hombre africano, debiesen quizás considerar el brutal aliciente que se esconde bajo la figura de Mohamed Salah, cuyo despliegue ofrece una infinidad de posibilidades al pensamiento africano que darían lugar a aluviones de fertilidad, muy evidentemente en su contacto con los estudios culturales, pero también en los ámbitos de la filosofía de la religión, la ética, la estética y, por sobre todo, la metafísica.
En este último terreno, tendríamos que atender a esos primitivos picados sobre campos de limo, sedimento clástico incoherente arrastrado por el dios Hapy, materialidad que curtió el estilo de Salah. Sus movimientos brotaron de la misma pizarra del dios Hapy, no podemos desconocer en su jeroglífico la figura que impulsó su juego de extremo derecho. En directa relación con la crecida del Nilo, siguiendo los caminos del delta, Salah ha corrido desde el centro hacia la derecha no solamente atravesando como una nave protocósmica el Estadio Internacional de El Cairo, la cancha del Anfield Road o del Olímpico de Roma, sino que antes, mucho antes, al correr obligado por el ajet de los trastocados terrenos de la aldea de Ngrig para comprar dos kilos de pan a su familia. El primigenio alimento se agradece también a la pizarra de Hapy y, sobre todo, a su harem de diosas rana, que una vez al año aceptan dar fin al divertimento continuo que azota la cueva Bigeh. Es ahí cuando sale el dios verde con sus senos de mujer llevando una flor de loto o bien una palmera en su testa, posibilitando con ello no solamente el cultivo de innumerables toneladas de trigo y cebada, sino también aquel acontecimiento que todo el pueblo de Ngrig ha de recordar, pero que no trataremos con detalles en este libro apócrifo: el día en que escuchando el estridente pop egipcio que vertía en vivo Hadi Halal, y bajo los influjos de una bebida espirituosa, Salah se perdió hacia la derecha de la pista de baile e intentó emular al Dios que dio origen a su juego.
Otorgando un afluente decisivo para las nuevas aguas del panteísmo, partido que mantiene expectantes a Giordano Bruno y Baruch Spinoza, Salah constituye un material dorado para el renacimiento de la metafísica africana, una que sin duda debe volver a conectar con los derroteros de dioses y magos capaces de modificar el curso de las aguas, con los mismos que hoy producen un imperceptible pero no menos inquietante movimiento en el caudal del Volga.