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El paraíso
Un día cualquiera, a una hora imprevista, el arquitecto N recibió una visita para la cual no estaba, ciertamente, preparado. Se trataba de un señor moderadamente gordo, de cuello corto y cabellos grises, premunido de una inquietante mirada entre angelical y vidriosa, a la vez paternal y transparente como la mirada de un inmenso regalo o juguete de pascua.
Después de sentarse cómodamente, sacó de su cartera una inmaculada tarjeta que le obsequió sin mayores comentarios; la tarjeta decía así:
M. BENEFACTUS
—Tal vez mi nombre no le diga a usted nada —observó modestamente—. Yo soy un simple ciudadano que desea construirse una casa, o tal vez algo más que una casa: una mansión, o, si la palabra no le repugna demasiado, un palacio.
—¿Un palacio?
—Mi presupuesto es prácticamente ilimitado.
El primer impulso del arquitecto fue invitarlo a sentarse, pero como ya estaba sentado, procedió a ofrecerle un cojín, a fin de hacer su posición todavía más cómoda, colocándolo atenta y respetuosamente entre su espalda y el respaldo de la silla.
—Sé perfectamente, y le ruego que excuse mi entera franqueza, que una proposición como la mía no constituye un hecho corriente dentro del marco o desarrollo de su profesión; estoy perfectamente informado acerca de su talento y no ignoro que, debido a circunstancias desfavorables, este talento no ha tenido, hasta ahora, una plena oportunidad de expresarse; modestia aparte, mi propósito consiste en proporcionarle a usted esta oportunidad.
—Señor…
—No espero de usted una respuesta inmediata; solo deseo pedirle que considere o estudie lo que le propongo. Ciertamente, estoy dispuesto a indemnizarlo por el esfuerzo que este estudio supone: esfuerzo de tiempo, de dispersión de sus actividades intelectuales, etcétera.
Sin permitir que su interlocutor alcanzara a reaccionar, volvió a abrir su cartera y, sacando de ella un inmaculado talonario y una inmensa lapicera de color blanco, procedió a extender un cheque por diez mil dólares a su favor, que depositó delicadamente sobre el escritorio.
Luego se puso de pie, despidiéndose en forma igualmente delicada.
—Tome el tiempo que necesite —agregó al salir—. El asunto no corre ningún apuro.
El arquitecto N corrió, al día siguiente, a cobrar el cheque de un modo directo y personal, a objeto de cerciorarse por sí mismo, no solo de la palpabilidad sino también de la autenticidad de los billetes que le fueron entregados por intermedio de la persona del cajero. Luego procedió a invertir siete mil dólares en acciones de la Empresa Monopolística de Alumbrado Público y Particular, S.A.C., reservándose el saldo para sus gastos personales más urgentes: diez latas grandes de caviar Romanoff, cinco cajones de whisky, un abrigo de pieles para su señora y un viaje al Brasil que tenía proyectado desde mucho tiempo.
Mientras arreglaba los pormenores del viaje, se entregó de lleno a comer caviar y a beber whisky, invitando indiscriminadamente a sus amigos y a sus enemigos con tan generosa profusión que, antes de tomar el avión, se vio obligado a vender acciones por el valor de tres mil dólares más.
Por fin, después de muchas semanas de delicioso vagabundeo turístico empezó a intuir de un modo obscuro e impreciso que sus fondos estaban a punto de terminarse, lo cual contribuyó fuertemente a avivar sus escrúpulos profesionales, induciéndolo a escribir apresuradamente la siguiente carta:
Brasilia, 5 de Octubre de 19…
Sr. M. Benefactus
Estimado señor Benefactus:
De acuerdo con sus deseos, he estudiado en forma muy seria y detenida su interesante proposición.
Debo confesarle que su proyecto, en la forma que usted lo ha planteado, me parece altamente fascinante; la idea de diseñar una vivienda sin un programa preciso, sin ideas preconcebidas y sin limitaciones materiales de ninguna especie constituye, a mi parecer, no solo un desafío a mis capacidades profesionales sino un desafío integral a todo lo que pudiera llamarse Arquitectura.
Pienso que el hecho mismo de que usted haya encargado una labor tan delicada a un perfecto extraño como yo indica claramente su intención de sobrepasar, en esta inusitada empresa, los límites de lo meramente personal o psicológico, elevándola a una escala, por decirlo así, metafísica: su casa, si no interpreto mal su pensamiento, más que la casa del señor Benefactus, debe concebirse como la “Casa del Hombre”, con Mayúscula, o sea la materialización nunca intentada de una Arquitectura verdaderamente esencial.
Ahora bien, ¿cuál es la Esencia misma de la Arquitectura? A mi juicio ella consiste en figurar o reproducir, a escala humana, no el Cosmos, como siempre se ha pensado, sino el Paraíso.
La vivienda al igual que la vida, representa una rebelión, un rechazo y también un intento de corregir o perfeccionar cuanto nos rodea, un combate contra la intemperie, noción que, en último término, significa lo inadecuado, el caos y, en su acepción extrema, la muerte.
En conformidad con lo expuesto, el posible bosquejo o anteproyecto de su casa habitación debiera programarse en la siguiente forma:
A. -espacio.- La vivienda no puede limitarse a ser una parcela o partícula del espacio; debe constituirse en el Espacio mismo, de tal modo que de ella no se puede (o no se desee) entrar ni salir.
Según tengo entendido, usted no ha adquirido ni tiene en vista ningún terreno, por lo cual me permito sugerirle la compra de una isla de mediano tamaño (unas treinta o cuarenta mil hectáreas), rodeada de un mar tibio, pero situada, de preferencia, dentro de una zona de clima templado (resulta siempre más fácil añadir calor que restarlo). La isla debiera estar provista de alguna bahía o muelle natural, configurada en tal forma que resultara posible consultar en ella un aeródromo de regular capacidad, con el objeto de conferir a nuestro paraíso, a la manera del árbol de la ciencia o del fruto prohibido, un elemento potencial de libertad (libertad de abandonarlo).
El muelle y el aeródromo no serían, por cierto, usados, excepto para recibir y evacuar visitantes ocasionales, debiendo la Vida misma del Habitante, o sea su propia vida, desarrollarse plenamente dentro de los límites de la isla, límites que serían disimulados o borrados a fin de evitar todo sentimiento de encierro o “limitación”. Para este efecto se consultarían bosques, montículos, entradas y salidas de mar, pequeños parapetos y lagunas y playas artificiales.
Estos artificios cumplirán la función de integrar armoniosamente el Espacio, o hacerlo plenamente comprensible, eliminando o sublimando el concepto de “angustia”: el dilema Interior – Exterior dejaría de ser una contraposición, convirtiéndose en un contrapunto o juego musical, y la agorafobia y la claustrofobia se transformarían en agorafilia y claustrofilia, o sea, en el gusto de entrar y salir; de mostrarse y esconderse sin miedo, sin vanidad y sin pudor, de frente y de perfil, a través de ámbitos de un espacio recuperado.
B. -tiempo.- Aparte de contener la vida, la vivienda debe encauzarla u ofrecerle un cauce adecuado a su natural movimiento; en este sentido, la vivienda es fundamentalmente un camino: el camino que recorre el hombre todos los días, partiendo de la mañana hasta llegar a la noche. Antes que un dormitorio, o un escritorio, nuestro programa debe considerar un crepusculatorio, un recinto ampliamente iluminado para el mediodía y una cueva, abierta a la bóveda estrellada, para vivir o gozar más plenamente las horas dominadas por la obscuridad. Todo este peregrinaje debe hacerse a imitación del Tiempo, o sea, sin volver nunca hacia atrás; el diseño de la casa debe, pues, asemejarse, en sus rasgos esenciales, al de un círculo u órbita en armonía con la órbita del sol.
Naturalmente, este diseño no puede ser obvio ni simplista, a la manera de un anillo o de un cilindro: la Vivienda no es un pasadizo, ni la vida un simple proceso de circulación; más bien podría afirmarse que lo que impulsa al Hombre al movimiento y al cambio es, paradojalmente, un profundo anhelo de quietud; es el amor del presente el que le revela el futuro y lo introduce en él casi sin advertirlo. La mañana se perfecciona en el pleno crepúsculo, el cual descubre por fin en la noche su verdadero rostro descarnado y final. Así, el Habitante debe desplazarse de un aposento a otro sin apremio y sin violencia, partiendo de los ámbitos matinales que simbolizan la infancia, describiendo una trayectoria que, más que una fuga, exprese una búsqueda apasionada de los Orígenes; o una fervorosa profundización del pasado.
En otros términos: la Vivienda deberá semejar un laberinto y no una pista de carreras; una sala de estar llena de rincones y no una galería; rincones inmensos, por cierto, verdaderas grutas, palacios o parques amurallados, separados entre sí de acuerdo a las grandes divisiones del Tiempo Estelar, o sea, inspirándose cada uno de ellos en algún signo del Zodiaco. Así, tendríamos la monumental piscina de acuario, tapiada con elevadísimos muros de mosaicos, y abierta hacia los cielos para recibir la primera luz del día, que cumpliría la función de “toilette principal”, con defecatorios, jabones, ánforas de agua de Colonia y gran multitud de espejos. O la estancia de piscis, más extrovertida, donde las murallas, en vez de ladrillos blancos estarían construidas de vidrios y de agua y animadas por carpas encarnadas y veloces delfines; especie de “boudoir” o pieza para vestirse y soñar. De ahí pasaríamos -o pasaría usted- a los verdes dominios de aries; amplios recintos vidriados para tomar el desayuno, abiertos a grandes extensiones cubiertas de césped y decorados ocasionalmente con árboles, que podrían servir, si a usted le agrada este deporte, como canchas de golf. Bajo este Signo Zodiacal, usted podría iniciar, en forma agradable y natural la convivencia con otros seres humanos: invitados, compañeros de juego o familias amigas. (La servidumbre propiamente tal no sería necesaria, ya que las funciones de aseo, preparación de alimentos, servicios de la mesa y evacuación de desperdicios, podrían ejecutarse en forma absolutamente perfecta valiéndose de un sistema de Automación, preferentemente eléctrico, comandado por timbres y palancas de mando ubicadas profusamente en todas las dependencias, interiores y exteriores, cuyo número podría fluctuar entre diez y veinte mil).
Una vez terminada la mañana, el Habitante -que preferiría denominar el Viviente, o sea usted mismo- traspasaría una monumental muralla o parapeto de piedra, penetrando por una puerta secreta al compartimiento de taurus, donde otros invitados lo esperarían a almorzar (o ninguno, si fuera su preferencia gozar en forma solitaria este momento del día); cada Ciclo o Estancia contaría con un departamento para alojados, situado a una conveniente distancia de los aposentos principales, comunicado con todos los puntos de la Vivienda por Televisión; de este modo usted invitaría a sus amigos según la inspiración del momento, o se limitaría a conversar con ellos desde lejos. Los aposentos de taurus debieran ser tratados, a mi entender, dentro de un estilo amplio y fastuoso, con ricas maderas y mármoles, manteniendo en todo momento el carácter de floridos comedores, o patios arbolados destinados al almuerzo campestre, provistos de “barbecues”; también se consultarían ramadas de bambú y de caoba, bañadas por la sombra, con cristalinos espejos de agua o viveros de mosaico que contendrían las más variadas y selectas especies de mariscos, al alcance de la mano, y otras piscinetas menores con botellas de vinos del Rhin; entre la espesura podrían ubicarse mesas policromadas, con cubiertos, platos y tostadas frescas de pan con mantequilla.
En fin, inmediatamente comunicadas con los comedores, vendrían las estancias o palacios propiamente Cenitales de géminis y cáncer, destinados a la sobremesa y a la siesta: cámaras de espejos, saloncitos y glorietas para cultivar el narcisismo o la amistad amorosa bajo el Signo de Los Gemelos, y una especie de Coliseo redondo, pavimentado con cojines, donde se dormitará y recordará, volviendo el espíritu voluptuosamente hacia atrás, cuya bóveda imitaría un inmenso Cangrejo.
Una puerta más, lisa por dentro y pintada de un color rosáceo y por fuera profusamente dibujada con casetones azules y dorados, permitiría traspasar, llegado el momento, del mundo de la quietud al de la violencia. La mansión de leo sería un ejemplo de arquitectura dinámica y devastadora, y su función consistiría en enmarcar todo el impulso vital del mediodía, adormecido por la digestión. Su composición plástica se basaría en la combinación de elementos duros y rectos: vigas, pilares y muros blancos, pavimentos negros, amarillos y rojos; azulejos y mosaicos representando crudos símbolos sexuales y pequeños orificios o probetas rectangulares llenos de arena. Fundamentalmente, más que un “Harem”, podría considerarse un lenocinio fantasioso, austero y brutal; lleno de divanes con mujeres blancas y negras acostadas de espalda y vestidas o desnudas alternativamente. También habría duchas de orina, cámaras de succión, departamentos de tortura y homicidio y un Instituto Fetichista con brazaletes, medias y zapatos para chupar.
Si, por su edad o temperamento, no se sintiera inclinado a este tipo de expansiones, podría dirigirse por medio de un acceso directo al departamento de Homosexualidad o al departamento de caza, dotado este último de extensas praderas y bosques enmarañados donde usted podría asesinar, sin correr ningún peligro, toda suerte de animales y de aves, partiendo de un tigre hasta llegar a una paloma.
Para las ocasiones en que se sintiera dominado por un humor más retraído y taciturno, podría pasar directamente a un recinto destinado al holocausto o exterminación de las moscas, gran salón blanco sin muebles ni cuadros, donde usted ejercitaría la violencia de un modo apacible, premunido de una raqueta mortífera; las pequeñas y sucias víctimas serían inyectadas dentro del recinto por ductos especiales con aire a presión, provenientes de estercoleros situados a una recomendable distancia.
Por último, a las cinco en punto de la tarde, expiraría el reino de leo con el ruido de una pequeña campanilla anunciadora de la hora del té y usted pasaría al “Living-Room” de virgo, aposento confortable y pudorosamente británico, donde habría té con “scones” y mermeladas, y una discreta orquesta de cámara que ejecutaría fugas y “chaconnes” de Corelli y de Bach. Una vez saturado de mermelada y de música, terminaría refugiándose en la Biblioteca de libra, amplio recinto para la reflexión y la lectura, abierto al crepúsculo y al mar.
Enseguida vendría la hora del “cocktail” y del “persiflage”, y de otros placeres seniles y nocturnos; la hora de la conversación y la polémica, de la embriaguez y las drogas heroicas, regidas por los turbulentos Signos de scorpio y sagitario, el disparador de flechas, terminándose la velada, si tal fuera su placer, en un vasto observatorio circular enfocado cenitalmente hacia el cielo estrellado.
De ahí pasaría usted (en el supuesto de que respete mis indicaciones) a un prolongado pasadizo cubierto de cortinas, por donde, tendido en una cama con ruedas, atravesaría el interminable túnel de los sueños o bóveda de capricornio, hasta escalar la accidentada montaña que conduce de la noche al día siguiente.
Es posible que todas mis elucubraciones partan de un malentendido o equivocación fundamental y que lo único que usted ambicione sea una buena casa amplia y confortable para vivir sencillamente en compañía de su familia. Si así fuera, puede usted contar, de todas maneras, con mi más afectuosa dedicación profesional.
En espera de su grata respuesta, lo saluda muy atentamente,
N.N.N.
Arquitecto
Luego de terminada la carta, la introdujo en un sobre y después de colocar las estampillas correspondientes tocó un timbre para llamar al botones, un negro reluciente, quien, junto con recibir su carta, le pasó otra, dirigida a él, que traía pulcramente colocada en un plato de porcelana.
La segunda carta decía así:
Muy apreciado Sr. Arquitecto:
Después de la visita que hice a su estudio el mes pasado, no he podido dejar de preguntarme si no fui excesivamente lacónico o reticente al hablar sobre mi proyecto de construcción. La verdad es que soy un tanto tímido y poseo muy escasa facilidad de palabra, debido a lo cual prefiero expresar mis ideas en lo posible por escrito, máxime tratándose de una materia que, para mí, revista una importancia trascendental.
Le ruego que excuse mis rodeos, pero ellos son -como usted verá enseguida-absolutamente necesarios. Ante todo, quiero que comprenda que yo no he recurrido a usted en la forma y estilo habitual dentro del rodaje de su profesión. Más que un Arquitecto, lo que he buscado en usted ha sido un colaborador para la vida, en el más amplio sentido de la palabra, circunstancia que me obliga muy a pesar mío, a molestarlo haciéndolo partícipe de ciertas confesiones o confidencias.
Ante todo, debo empezar por revelarle que padezco de una sensibilidad exacerbada, casi enfermiza, con respecto al Prójimo; soy, si así pudiera definirme, una especie de filántropo nato: la felicidad ajena me transporta a regiones de gozo indescriptible, por modesta que sea: un niño con un chocolate, un desconocido que sonríe satisfecho o una pareja de amantes en un parque; y, por otra parte, el dolor de los demás me sume en una tristeza absolutamente intolerable, semejante a lo que podría ser el infierno. No importa que se trate de un sufrimiento pequeño; me basta, para ser totalmente desgraciado, el ver a una niñita que ha perdido su muñeca, o a una señora a quien “se le ha ido” el punto de la media, o a un sujeto cualquiera que constata, frente a la lista de números premiados, que no se ha sacado la lotería.
Los demás terminan por consolarse, pero yo no puedo consolarme por ello. “Ama al prójimo como a ti mismo”… Tal vez, en el fondo, sucede que se refiere a la felicidad o a la desgracia de cuantos me rodean. El hecho es que, siendo muy joven, puse todos mis esfuerzos y la inconmensurable fortuna que había heredado de mis padres, al servicio del a Caridad Pública: fundé Asilos y Hospitales, pabellones destinados a la Lactancia, préstamos renovables de auxilio, columpios y escuelas gratuitas, todo lo cual terminó por producirme una inequívoca sensación de fracaso: los lactantes crecían y se aburrían, o peleaban unos con otros; los hombres y las mujeres se engañaban mutuamente o dilapidaban sus préstamos y muchos de ellos terminaban por suicidarse.
Por último decidí concertar mi filantropía y, abandonando todas mis empresas de carácter masivo, contraje matrimonio y fundé un hogar.
El resultado no fue más halagueño: mi mujer sufría de romadizo crónico y estaba además sujeta a periódicos ataques de jaqueca y mi hijo -el único que he tenido- lloraba continuamente, contribuyendo de este modo, en forma muy concreta, a mi desgracia personal. Terminé por abandonarlos a los dos, asignándoles una fastuosa mesada y me refugié en un mundo privadísimo y decantado, sin dolores de cabeza ni gemidos.
Tal vez podría pensarse (o usted podría pensarlo) que mi política, así concebida, pudiera resultar semejante a la “política del avestruz”, o, para usar términos más directos, que a mi actitud resultaba un tanto egoísta o, al menos, demasiado egoísta para un filántropo. Bien mirado, sin embargo, el fenómeno debe interpretarse a la inversa; si yo hubiera sido un verdadero egoísta, insensible al dolor humano, habría soportado serenamente y con buen humor, las frustraciones y congojas de mis protegidos, como tantos otros benefactores lo hacen, y, como la inmensa mayoría de los maridos, no habría elevado a la categoría de tragedia los llantos de mi hijo, ni los quebrantos físicos de mi esposa. La verdad fue que mi vehemente, casi dolorosa preocupación por los demás terminó por aislarme, convirtiéndome en un rigurosísimo anacoreta.
No quería ver a nadie, ni siquiera a los me hacían el aseo del departamento o a los que me preparaban y servían la comida: sabía que si los miraba una vez en la cara terminaría fatalmente por amarlos y sufriría inmensamente, mucho más que ellos mismos, al ver que no eran completamente felices.
Así, ideé un sistema de turnos para recibir en forma impersonal el almuerzo y la comida, y ordené abrir una puerta especial por la cual me escapaba cuando entraba la criada encargada de barrer el piso y limpiar las alfombras.
Pero todo esto era y continúa siendo sencillamente horrible: nadie puede vivir en una soledad tan absoluta, mucho menos un apasionado filántropo como yo.
Por esto me he dirigido a usted -única persona que, a mi juicio, puede ayudarme- esperándolo todo de su específica capacidad profesional. Bien sé que todavía no le he explicado nada, por lo cual me permito rogarle una vez más que tenga la bondad de excusar mi dificultad de expresión y mi incoherencia.
El hecho es que mi problema solo puede ser solucionado, a mi entender, por un arquitecto, es decir por alguien que se haga voluntariamente cómplice de mi delicado y exigente egoísmo, haciendo suyas mis propias manías y particularísimos deleites privados. Cuando usted dibuja un plano, seguramente piensa: “el cliente va a pasar por aquí y va a gozar con esto y aquello y en seguida va a mirar este paisaje o este muro de piedra, apreciando el contraste tal o cual y, por último, tal vez pudiera encontrarse fatigado, por lo cual vamos a consultar, en este mismo punto, una banqueta o un sillón…”.
¡Etc.! Usted me comprende; necesito de alguien que me acompañe a disfrutar de un modo inteligente, participando (aunque desde otro plano) de mi propio y exacto placer, no por amor, ciertamente, ni por abnegación o devoción ciega, sino por una especie de egoísmo indirecto, operación afectiva que solo puede ser practicada por un artista. Mi felicidad será de este modo su felicidad -o su éxito- y ambos disfrutaremos de la CASA, que será a la vez suya y mía: Usted gozará viéndome -o pensándome- transitar por los lugares que usted diseñó para este efecto, o imaginándome bebiendo un “cocktail” frente a la chimenea, en la silla indicada, mirando de reojo el jardín o el espejo de agua, con las piernas cruzadas… y fumando un cigarrillo.
En fin, formaríamos, usted, la casa y yo, una especie de equipo o Trinidad autosuficiente e indestructible, dentro de la cual usted haría el papel de Padre o creador, la casa misma sería la creación o el Hijo y yo el mandatario-usufructuario o Espíritu Santo, especie de relacionador, meta y origen, intérprete y habitante; mi función consistiría en actualizar o fecundar aquello que, sin mi concurso, quedaría incompleto y solitario: un proyecto sin realización o una casa vacía.
Solamente de esta manera creo que podría armonizar lo inarmonizable y amar al prójimo (que sería usted), literalmente, “como a mí mismo”, sin sufrir dolores ni quebrantos de ninguna especie.
Le incluyo un nuevo cheque por mayor cantidad esperando tenga la benevolencia de estudiarme un primer anteproyecto.
Sin otro particular, saluda a Ud. con respetuoso afecto.
M. Benefactus.
El resultado de esta correspondencia fue la inmediata adquisición por parte de N, de inmensas cantidades de papel de dibujo, lápices y lapiceros de los más variados grosores y tonalidades, escalímetros, reglas y escuadras.
Después de un tiempo prudencial, el anteproyecto empezó a adquirir forma, con motivo de lo cual el cliente y su arquitecto concertaron una segunda reunión, esta vez frente a una mesa o tablero inclinado de vastísimas proporciones. N había alquilado para esta ocasión un nuevo taller, diez veces más amplio que el que tenía anteriormente, y había consultado un sistema de iluminación enteramente revolucionario, produciendo efectos visuales de gran nitidez y dramatismo por medio de focos potentísimos, dirigidos, bajo diversos ángulos, contra el papel, y manteniendo el resto de la enorme sala en completa obscuridad; de este modo hacía resaltar admirablemente los elementos cromáticos (toques y manchas de acuarela y de gouache) que apoyaban o equilibraban el gigantesco dibujo, especie de planta esquemática que, a pesar de estar tratada a una escala muy reducida (1:400), tenía una altura de dos metros y un largo de siete y medio.
Ciertamente, el proyecto había experimentado transformaciones profundas con relación al esquema esbozado por N en su primera carta: su concepción misma se había hecho más libre o elástica.
—Cometí un error al escribirle que el Tiempo no podía o no debía volver hacia atrás —confesó a su cliente a modo de preámbulo—. Por el contrario, el Verdadero Tiempo, o Tiempo del Paraíso, se estabiliza o se resuelve en Espacio, como una alfombra infinita e inmóvil o como un ilimitado laberinto, permitiendo al cliente, que pasaría a suplantar al sol, adentrarse en el Futuro sin inhibiciones o incursionar por el Pasado con sus dos pies, como pudiera hacerlo de un modo imaginario leyendo una novela de Proust. Así, he consultado una comunicación directa uniendo todos los recintos, algo como un anillo interior a través del cual se pueda pasar directamente de Taurus a Scorpio, o de Sagitario a Piscis volviendo hacia atrás. Además, me he permitido ampliar el ciclo haciéndolo abarcar no días sino años. Claro está que esto aumentará, en cierta medida, el costo total de construcción.[/vc_column_text][laborator_heading title=”Libros de este autor” sub_title=”en La Pollera”][laborator_products columns=”3″ products_query=”size:6|order_by:date|post_type:,product|tax_query:54″ css=”.vc_custom_1466208374116{margin-top: -40px !important;}”][/vc_column][/vc_row]