Fuente: Qué Pasa
Tres futbolistas imprescindibles
Javier Mascherano
Un poderoso AK-47 hacía toser a Charlie Kaufman, que abría sus alvéolos, y frenéticamente repetía el proceso aspirando otra bocanada del fuertísimo híbrido. En esta ceremonia fue cuando, de pronto, refulgió como un rayo en su mente, por necesidad y sin vacilación, la delirante idea de que un extraño túnel podía transportarlo a la mente de John Malkovich, que fue llevada al cine por Spike Jonze.
El 10 de julio de 2014, en muchas de las 23 provincias que conforman la República Argentina, miles de sujetos bajo los poderosos efectos que produce la idolatría hacia los héroes andaban buscando un túnel similar, pero esa mágica puerta de entrada con la que deliraban no era una para entrar a la mente del actor, sino una que conducía hacia la de Javier Mascherano.
Todos querían ser Javier Mascherano. Una constelación de jugadas enamoraban a los argentinos de su capitán, pero una en particular fue la que lo hizo acreedor de esa búsqueda implacable, del ferviente deseo que experimentaban miles de argentinos que, aunque sea por unos segundos, querían ser Mascherano, habitar esa maravillosa genética desde dentro.
Era el minuto 90 de la semifinal del mundo y el marcador estaba en blanco cuando Masche, connotado tiempista, aprovechaba los milisegundos que el velocísimo Arjen Robben había perdido al cambiar levemente su trayecto y, con la punta de su dedo gordo, impulsaba el balón al córner desviando el remate y salvando a la Argentina de la muerte.Con el sobrenatural movimiento que estiraba su pierna hasta el límite de lo imposible, el himen de su ano cedía fisurándose. Javier Mascherano, literalmente, se partía el culo defendiendo a la albiceleste y abría nuevos derroteros para las teorías queer, pero sobre todo generaba una desenfrenada admiración en sus compatriotas, que no sólo querían encontrar el ducto hacia su mente, sino que también revisitaban los libros de ciencia ficción, se internaban en los caminos de la ética médica, y formulaban todo tipo de teorías filosóficas que justificarían la clonación de su pivote devenido en central.
Se preguntaban en los cafés de Boedo, en el Parque Centenario, y también fuera de los márgenes de Capital, en su natal San Lorenzo, incluso cerca de la frontera tripartita, qué pasaría si todos fueran Mascherano, si al menos, sus otros diez compañeros de equipo pudieran ser iguales al Masche, tuvieran ese mismo corazón, la misma humildad, el mismo carisma, la misma capacidad de motivar hasta a las piedras. Se preguntaban, en definitiva, qué pasaría si todos los argentinos se rompieran el culo por su selección. Transitaban por diferentes derroteros pero la respuesta era siempre la misma: Argentina sería campeona del mundo otra vez. ¿Quieres ser Javier Mascherano?
James Rodríguez
La tristeza que podía desprenderse de los 140 caracteres que le dedicaba James a la muerte de Gabriel García Márquez a través de Internet podría parecer un hecho fortuito, de no ser por la mística conexión que entrelazaba la obra de Gabo con su propia vida.
Años antes de la fama, la figura de su padrastro Juan Carlos Restrepo tomaba la forma de un defensor impasable, un ineludible stopper que no estaba dispuesto a dejar al joven James a la deriva del analfabetismo literario, aun a costa de su pasión desbordada por el balón. Su posibilidad de entrenar y de jugar con la Play Station, imaginando el día en que él mismo apareciese ahí como un legítimo miembro más de la elite del fútbol mundial, figurando entre los grandes, dependía de la lectura de Cien años de soledad, que se le presentaba como un descomunal mamotreto ininteligible, dotado de 426 páginas, cada una más pesada que la más violenta pierna que haya intentado detener sus avances en un campo de fútbol.
Su abuelo, Aureliano Rodríguez, como si fuese uno más de la interminable legión de Aurelianos que desfilan a través de un siglo de realismo mágico, estaba sumido en la infinita tristeza macondiana tras ver cómo su hijo Arley, con sólo 20 años y el talento heredado por generaciones de la familia Rodríguez, fue silenciado con seis balazos, en medio de la tormentosa década del 90 en Colombia, llena de sicarios y pugnas de capos que sembraban el terror desde Riohacha hasta Amacayacu. La esperanza del abuelo Aureliano, quien soñaba con ver a su linaje vistiendo con honor la casaca del Tolima, y quizás en futuros oníricos la 10 de Colombia, vio aquel destino concretado en el pequeño James, aquel talentosísimo muchacho que estaría destinado a entregar lo mejor de sí, haciendo vibrar a ese pueblo que alguna vez fuese asolado por el miedo.
Quizás en su lecho de muerte, el viejo Aureliano se conectaría con la interminable imaginación de Gabo, y como Aureliano Buendía, tras decenas de guerras perdidas, obtendría el gran triunfo y moriría con la ingenua certeza de la redención. Sin embargo, y pese a la resistencia del niño James al universo garciamarqueziano, todo el realismo mágico de las más extrañas anécdotas sucedidas en Macondo se trasladó a la relación intrínseca generada entre su pie y el balón que, como dos elementos inseparables, navegan juntos sobre el césped como si cargaran con el eterno favor de los dioses y de los espíritus de la familia Buendía.
El nuevo creador de Colombia sólo acepta despojarse la bola cuando tiene la certeza de que ésta tendrá como destino la voluntad necesaria de otro, para ser empujada hasta los confines más profundos de la red.
Alexis Sánchez
Si el pensador francés Georges Bataille hubiese contemplado el despliegue de Alexis en un campo de juego, poco habría tardado en asociarlo a su noción de gasto como derroche. Ver jugar a Alexis es, ante todo, ser testigo del despilfarro de poderosísimas fuerzas físicas y espirituales que a veces entran en contradicción con lo útil(llegar al gol).
En lo físico, disemina entrega y potencia a raudales: hay momentos en que se come el campo con una generosidad que estremece, que perturba, momentos en los que el niño maravilla se torna real. En lo psíquico, desperdiga goce y fantasía sin límites: es un infante que mira el cielo estrellado en Navidad hinchando su pecho de tal sobreabundancia de felicidad y esperanza que sólo es posible el desborde. Y cuando un día, como una sorpresa para los obnubilados hinchas del Arsenal, sus dedos al piano hicieron sonar la ochentera “Right here waiting”, su espíritu se dejó llevar por un romanticismo que el propio Richard Marx quisiera haber experimentado al momento de componer su balada, un romanticismo infinito y diáfano.
El recuerdo de la voz del profesor Bielsa, de poderosa influencia en su camino hacia la excelencia, lúgubre y excelsa, se coló entre los muros de su mansión en Castelldefels, desatando las finales y definitivas transformaciones en su esencia:
“Alexis para ser el mejor necesitaba ser libre, que se emancipara al niño con su derroche de fuerzas, que se permitiera la alegría estética de la creación y la aniquilación, que emergiera la criatura heraclitiana que construye castillos a la orilla del mar. Sólo así, fuera de toda imposición, lejos de cualquier precepto, únicamente animado por el goce del juego, podría Alexis descargar furiosamente las ardientes rocas que inundaban sus entrañas. Tenía que devenir en ese niño que lanzaba innumerables veces una pelota hacia lo alto en una apocalíptica playa tocopillana e intentaba matarla a pocos centímetros de que tocara la arena contaminada o un pelícano muerto. La noción de tiempo se desvanecía: había que dormir esa pelota con el empeine hasta que no quedaran dudas, o esperar hasta que el cielo se encendiera de borrosas estrellas tras ese desaforado atardecer que produce la fusión del humo de las termoeléctricas con el horizonte marítimo”.
La cárcel del Mediterráneo, esa finísima escuela que todo lo quiere someter a sus espurios márgenes, prisión que sólo fue interrumpida por mínimos destellos del niño exuberante, ha dejado paso a la voz del maestro, a su niño deseado, provocando un vendaval en Londres. Ha hecho posible que los sueños del profesor devengan en una incipiente realidad.