L a irregularidad era el rasgo que más destacaba en la primera novela de Daniel Campusano, La incapacidad . Ahora, en su segunda incursión en ese formato, logra superar ampliamente ese problema. No me vayas a soltar es un libro equilibrado en la construcción de personajes, atento en el manejo de una temporalidad rauda, siempre en sintonía con un protagonista inserto en una crisis punzante, que se niega a entregarse a la pérdida del sentido.
Lo cotidiano es uno de los niveles mejor explorados en esta narración en primera persona, breve, concisa, centrada en Antonio, un joven profesor de lenguaje atrapado por un desánimo permanente. Lo fundamental, entonces, es el modo en que el personaje se distancia de la inmovilidad, al principio de manera impulsiva y, después, consciente del lugar que ocupa. El resurgimiento del protagonista, quien percibía su vida como un camino ciego, es mediado por el diálogo que entabla con aquellos a quienes en principio teme: la comunidad escolar, la institución escolar.
De buenas a primeras, la historia manifiesta un rechazo del narrador hacia los otros, para luego comenzar, sin racionalizar la decisión, a involucrarse con sus alumnos y colegas. Antonio señala en las primeras páginas que él “era apenas un snob que cambiaba el mundo tomando vodka”. Una vez que constata su apatía, sintiéndose incluso culpable de ello, está en capacidad de acceder a un nuevo estado. Tanto así, que todo aquello que despreciaba termina por alterar su enfoque de la vida. Este cambio paulatino y sectorizado convierte en centro de la novela el proceso que experimenta el personaje respecto a los otros y, por supuesto, consigo mismo.
Campusano escribe sin ostentación intelectual y elude todo artificio estilístico. Su prosa, sin resultar transparente, despeja el camino de suspicacias en torno al protagonista, quien se encarga, con naturalidad, de poner casi todas sus cartas sobre la mesa. En el terreno de lo resguardado por Antonio está la reflexión moral que ayuda a tensionar las acciones y a justificar las decisiones que va tomando.
Dentro de las particularidades de esta narración, se encuentra, en primer lugar, un pequeño roce con el testimonio y el relato policial. La novela convierte al profesor en una suerte de detective que intenta, con mínimas herramientas, desentrañar una oscura historia de abusos. En segundo lugar está la denuncia al sistema educacional sustentado en el lucro y el abandono de los sectores populares. Finalmente surge su visión de la infancia, aterradora pero verosímil, sometida a constantes negligencias y, lo peor, a un proteccionismo convertido en burocracia, que ve casos y no formas de vida.
Después de tantas malas novelas nacionales sobre profesores, que tenían al subgénero hecho una miseria, Campusano encuentra un buen camino para internarse en ese territorio. Sin carnavalizar a las patadas, sin someter a los personajes al chiste fácil o alegorizar con una intención paternalista, el autor se desentiende de la norma: radiografiar a partir de una concepción binaria del profesor, angelical o perverso, por cierto, siempre martirizado por sus luciferinos alumnos. Por el contrario, se adentra con acierto en varios tipos de opresión y en los signos de una realidad dura, pero desligando a su protagonista del enjuiciamiento obvio. Esto permite que el personaje reformule su egocentrismo y reconstruya su conciencia social, dejando instaladas una serie de interrogantes que van más allá de la novela.