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“La novela argentina del siglo XXI: la imagen tras El grito de Florencia Abbate” por Federico Zurita Hecht

Hay un momento, en el tercer capítulo del El Grito, de Florencia Abbate, en que el narrador, un sujeto llamado Federico, se encuentra en la calle en Buenos Aires justo cuando están ocurriendo los incidentes sociales de Argentina en diciembre de 2001. El narrador nos cuenta que se encontró con un sujeto llamado André, que es dueño de un gimnasio llamado Nadja, y que André le dice lo siguiente: “Mi país, con ojos de bosque eternamente bajo el hacha…”. Lo que ha hecho André en ese momento es citar un fragmento del poema “Unión libre” del poeta surrealista André Bretón, pero ha cambiado la palabra “mujer” por la palabra “país”. Los lectores sabemos que Bretón es, además, autor de un texto titulado Nadja, como el gimnasio que aparece en la novela. Lo que tenemos, entonces, es la aparición de un André Bretón argentino.

Menciono este episodio que se relata en la página 129, porque luego lo voy a usar para explicar lo que, yo creo, es la estrategia de El Grito. Es, por supuesto, un punto de entrada entre muchos otros. Lo elijo para, precisamente, poder subrayar, ahora, que hay otras opciones para entrar a la comprensión de los propósitos del texto de Florencia Abbate. Este asunto sería un rastro de lo que, en esta novela, puede producir placer en la lectura, que es uno de los tantos propósitos de la literatura a partir de su naturaleza representacional y estética. Otros propósitos serían, por ejemplo, producir conocimiento, discutir con ideas ya planteadas por la filosofía o la historia (apoyándolas o cuestionándolas), invitar a iniciar discusiones, anticiparse a la filosofía, anticiparse a la historia, etc. Mucho de esto lo realiza El Grito. Y solo por mencionar, otras formas de entrar a los eventuales significados del texto se encontrarían en la explicación de los títulos de los capítulos (Marat-Sade, Luxemburgo, Warhol y Nietszche) o en la alusión del título de la novela a la pintura El Grito, de Edvard Munch. Pero yo sentí fascinación por el asunto de André. Y de eso voy a hablar.

Con el objetivo de comunicarles el placer que sentí al leer El Grito, de Florencia Abbate, describo y explico el texto brevemente. A ver si se tientan. Y luego retomo el asunto del diálogo a la pasada entre Federico y André en una Buenos Aires convulsionada por la crisis política. La novela está construida a partir del relato de cuatro personajes. Cada uno es el narrador de un capítulo diferente, y en sus relatos, la historia va apareciendo a partir de permanentes sucesiones de anacronismos que son el resultado de un intento de construir una estética que imite, en la escritura de esta ficción, la forma del flujo de la conciencia. Pero en el primer capítulo se trata de una carta, por tanto lo imitado, más bien, (en lugar del flujo de la conciencia) es la forma de la escritura automática (que son dos asuntos diferentes y que no es este el momento para que lo discutamos). Quiero, en este momento, recordarles lo ya dicho sobre que en el tercer capítulo la novela le hace un giño a André Bretón, poeta surrealista que se propuso producir textos mediante la técnica de la escritura automática, asunto que de hecho hace en su poema “Unión libre” citado por el personaje creado por Florencia Abbate. En síntesis, lo que aquí interesa (para no entrar en definiciones y especificaciones) es la alusión de El Grito a la actividad mental. Pero ya volveremos a esto.

Los cuatro narradores transitan a toda velocidad (y de forma rizomática, dado el anacronismo del orden de los hechos y dada la forma de flujo de la conciencia) por el relato de sus vidas. El resultado es la construcción de la imagen de vidas sórdidas, tristes y solitarias. Los cuatro narradores (y todos los parientes y amigos mencionados) forman parte de un grupo grande, pero el hecho de que estén conectados todos por lazos sanguíneos o sentimentales, hace parecer que esta comunidad es pequeña, y, además, sórdida en su totalidad. Es decir, la novela propondría que la melancolía y soledad no es un rasgo aislado de la identidad de unos sujetos específicos, sino un rasgo de la identidad social de una comunidad nacional. Viene al caso recordar que André, al citar a André Bretón, en el capitulo tres, cambió la palabra “mujer” por “país”. Repito, ya volveremos a esto.

El asunto no es periférico si se considera que, de telón de fondo del relato de cada uno de los narradores, se configura la imagen de la historia de Argentina de las últimas cuatro décadas (esto requiere decir que la primera edición de El Grito fue en 2004, por lo que son cuarenta años hacia atrás desde ese momento). La historia de estos personajes (de esta comunidad nacional) se desarrolla, entonces, desde los años previos a la dictadura iniciada en 1976, durante la dictadura (con exilios en Chile y Suecia incluidos), la vuelta a la democracia apenas comenzada la década del 80, el crecimiento económico de los 90 y el descalabro de 2001. Los personajes, así, sin tener un protagonismo en las pugnas de poder de la historia reciente de Argentina, se convierten en los actores de las pugnas cotidianas que, en el día a día, movilizan la historia social. Sosteniéndonos en herramientas de la teoría literaria, es posible decir que los personajes podrían ser metonimias de los sectores de la sociedad argentina de las últimas cuatro décadas y se constituirán, por tanto, en tipos sociales (en algunos momentos) o, incluso, en alegorías (en otros) de la historia de Argentina. Para demostrar lo de la alegoría, puedo mencionar la deteriorada salud del perro de Federico y su mejora cuando ya el animal está en manos de Agustín, como equivalente al estado de salud de Argentina; y para demostrar lo de los tipos sociales, puedo mencionar al mismo Federico lamentándose por no poder hacerse cargo de cuidar a ese perro (que alegoriza a Argentina), y a Agustín salvándolo y regalándoselo a la narradora enferma del último capítulo. Los hermanos Agustín y Federico son, respectivamente, la imagen de quienes se hacen cargo y quienes no saben cómo hacerse cargo del devenir de Argentina.

Y mientras este tramado complejo del texto se va desplegando, los narradores nos ofrecen estos momentos memorables: “Estaba desvelado y me quedé leyendo un libro. Recuerdo que se titulaba A partir de hoy, y que el autor había querido hacer una de esas obras donde lo que importa no es tanto lo escrito, sino el hecho mismo de escribir, y a través de una prosa complicada aspiraba a enfrentarnos con la inasibilidad de la realidad y el fracaso de nuestros afanes de entenderla” (58), dice Peter; “Era raro, no parecía en realidad llorar en serio. Más bien era como si le hubiera parecido un momento oportuno para llorar” (67), dice Horacio sobre Lidia; “Todavía de vez en cuando intercambio mails con un peruano que conocí allá [en París] –un flaco que ahora trabaja de Pluto en Eurodisney–, y los dos coincidimos en que Francia no merece el prestigio cultural que conserva. Desde entonces estoy convencido de que para construir tu propio estilo ya no tiene ninguna importancia el lugar en donde vivas, porque en el mundo globalizado todo es más o menos: la misma sensación de no estar en ninguna parte, la misma mierda” (123), dice Federico. “Un hombre mayor: “Le voy a pedir al doctor que me saque el estómago para que no me vuelva a importar ningún gobierno”. El joven de traje, enfrente: “Buenos Aires es una ciudad donde hay que vivir reventado”. La señora de remera negra: “Todos nos estamos enfermando por la política”” (168), dice la enferma de Leucemia recopilando las palabras de argentinos desconocidos en el hospital. Pero estos fragmentos, además de ser bellos de forma aislada, participan de las estrategias de la novela. Los invito, ahora, a recordar, luego, la importancia de la enfermedad para entender la imagen de la historia de Argentina.

Ahora es momento de retomar el comienzo de las ideas aquí desplegadas: el asunto del André Bretón argentino. Los monólogos interiores de cada capítulo constituyen el habla de la conciencia (con forma de flujo) de la historia de Argentina de las últimas décadas. La alusión a Bretón subraya la importancia de leer bajo lo que es posible identificar en la imagen del subconsciente. Es decir, aquello que va apareciendo aunque no esté explícito en la condición literal del discurso. Sumado a esto, el cambio de la palabra “mujer” (formulada por Bretón) por “país” (en la novela de Abbate) confirma que ese fluir de la conciencia es, en El Grito, sobre la historia de Argentina y no sobre algún sujeto. Esto es una pista que nos estaría ofreciendo la estrategia de la novela. A partir de esto, se va construyendo una sumatoria de imágenes de la conciencia (de los diversos personajes) que dan forma a la imagen de una Argentina. Es cierto que el episodio es presentado mediante la construcción de un André ridículo y cursi. Sin embargo, su presencia sería necesaria para sugerir esta lectura. Su condición de ridículo y cursi muy probablemente también es necesaria para este tramado.

De esta forma, el tránsito ágil (como si la conciencia fluyera libremente) por las historias de la vida triste y solitaria de los narradores y sus cercanos, se articula como necesario para dar forma a una discusión sobre el camino que la historia de Argentina ha tomado desde las décadas más álgidas de la Guerra Fría hasta el término de los socialismos reales. El telón de fondo, así, ofrece discusiones sobre las determinaciones del capitalismo, sobre la vía revolucionaria, sobre los juicios a ambas posibilidades, sobre el fin de la opción revolucionaria, sobre la estrepitosa caída que produce el reconocimiento de que ya no hay revolución que pueda cambiar las cosas, sobre la enfermedad nacional y sobre la búsqueda, finalmente, de la buena salud en un nuevo tiempo, si es que eso es posible.

En relación con esto último, podría decirse que El Grito es una novela del siglo XXI. Es decir, si no es posible hacer representaciones de las pugnas de la historia del siglo XX sin hacer alusión a los efectos de la Guerra Fría en aquellos lugares donde no fue tan fría, como Latinoamérica por ejemplo, en el siglo XXI las representaciones de la realidad deben asumir que esas condiciones culturales se acabaron y que las fuerzas de la historia se distribuyen hoy de un modo diferente a como lo hacían antes de que el mundo comprendiera que la Unión Soviética desapareció para siempre en 1991 (lo digo así, porque en Chile nos dimos cuenta de eso recién en 2010 y solo entonces pudimos empezar el siglo XXI de nuevo, con Sebastián Piñera como el primer personaje que pasará a la historia como las lacras del nuevo siglo; pero bueno, esa es otra discusión). Quizás Argentina percibió el término de su propio siglo XX y comienzo del XXI (digo, el término de una fase de la historia y el comienzo de otra) ya en el 2001. Esto no debería extrañarnos. Los intervalos de la historia son formas de leer la historia. El siglo XX comienza en Uruguay en 1906, en México en 1910, en Argentina en 1916, y en Chile en 1920. Quizás la enfermedad que fue el siglo XX termina en Argentina en 2001 y comienza la convalecencia (el siglo XXI) con optimismo, el mismo con que parece concluir la novela El Grito, aunque la historia los ha llevado a Macri irremediablemente. Es momento de recordar, entonces, la importancia del asunto de la enfermedad (del perro, de la muchacha) como alegoría del estado de salud de Argentina. Vemos, entonces, que en la novela se concreta una representación intencionada.

Tengo muchas más cosas que decir sobre esta novela de Florencia Abbate, pero se me acaba el tiempo. Y si tengo muchas más cosas que decir es porque la novela me ha bombardeado con estímulos simbólicos. Quiero contarles, ya de modo coloquial, que la lectura de El Grito fue para mí una sucesión de epifanías en las que me deslumbraba con el reconocimiento de asuntos que se conectaban con otros ya desplegados y que, de este modo (como en un rompecabezas sobrenatural), era posible la conexión, sin problemas y de forma coherente, de piezas que no eran contiguas, que jamás habría imaginado que pudieran acoplarse. Yo no quiero decir que la literatura sea más filosófica que la historia, como sí se ha dicho en otros momentos de la historia. Ambos tipos de texto son valiosos. Pero al menos puedo decir que la literatura puede producir conocimiento histórico y éste, al presentarse a partir de las posibilidades que ofrece la naturaleza de la ficción, produce placeres espasmódicos. Alguien dirá, los placeres espasmódicos del texto históricos se sostienen en estos otros asuntos que la literatura no puede reproducir. Como sea, ese debate no me interesa. El asunto aquí es lo que un libro en particular produce. El Grito, de Florencia Abbate, puede dejarnos sin habla, no solo por ofrecernos una imagen desoladora del pasado reciente, sino también por las preguntas que genera sobre el futuro de un país enfermo (y qué pertinente contar esta historia fuera de Argentina ¿No es acaso este un continente enfermo?).

Tengo muchas más cosas que decir, pero se me acaba el tiempo. Solo me gustaría agregar muy sintéticamente que otra vía productiva de leer es estableciendo diálogos entre textos literarios. Y si he propuesto que El Grito es una novela del siglo XXI (no solo por su fecha de publicación, sino por cómo su contexto la determina como texto), puede ser interesante ponerla a dialogar con otra novela (o libro de cuento) que también es histórica. Me refiero a Historia argentina, de Rodrigo Fresán, que es una novela del siglo XX. Así, mientras Fresán nos dice en 1991 que la Argentina construida por el relato oficial en el siglo XX no existe, y una década después esta mascarada se viene abajo, Abbate nos dice, ya en 2004 (y nos lo recuerda ahora en 2017), que Argentina (Latinoamérica, si se quiere) comienza una nueva historia, no con el mejor estado de salud, pero eso puede cambiar. A semanas de una nueva elección presidencial, qué pertinente que los Chilenos participemos de esa discusión también.

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