“El lamento por la imposible profundidad: cuentos de José Edwards” por Felipe González para Letras en línea

Fuente: Letras en línea

Quizá pueda decirse con mayor propiedad de José Edwards (1910-1970) lo que alguna vez Pablo Neruda, ufano, dijo sobre Juan Emar: “Ahora que los corrillos se gargarizan con Kafka aquí tenéis nuestro Kafka”. Al parecer, el poeta apuntaba tanto a la excepcionalidad de la obra de Emar como a la pobre recepción que se le diera en su momento. Sin embargo, el hijo de Eliodoro Yáñez sí logró ver publicada la parte más importante de su obra. Al contrario de Emar y al igual que el escritor checo, el autor de La imposible ruptura del señor espejo (La Pollera Ediciones, 2012) —con premeditado desinterés, eso sí—, poco y nada de sus manuscritos vio trasladados a letra impresa.Inédito por vocación y sin duda excepcional, sólo reconocido por sus amigos de la generación del 38, aquí tenéis a nuestro verdadero Kafka chileno (si se trata de buscar por acá sucedáneos de escritores europeos y olvidar lo importante, las diferencias). O a nuestro Pessoa nacional, para los que hacen gárgaras con él en los nuevos corrillos, ya que Edwards, como el poeta portugués, también dejó el grueso de su producción apilado en un baúl, hace más de 40 años.

La imposible ruptura del señor espejo es la primera entrega de tres que recopilarán la obra íntegra del autor (el segundo tomo recogerá sus ensayos y el tercero su dramaturgia). En este primer volumen, la mayor parte de los cuentos podrían catalogarse como de ideas o de tesis, al mejor estilo de Machado de Assis, del propio Juan Emar o de Borges; juegos con el tiempo y lo infinito, cuestionamientos metafísicos que luego toman cuerpo en una anécdota en la que prima la humorística paradoja, la contradicción irónica, el dilema irresoluble. El relato “La peluca”, por ejemplo, intenta dar respuesta a un ocioso problema lógico y psicológico: A imita a B de manera asombrosa, pero en determinado momento (cuando B huye de A) ambos pierden la memoria, y si ya no pueden saber quién es el plagiario y quién el original, ¿qué harán entonces, al reconocerse idénticos? Como no es sensato permanecer junto a quien nos imita ni alejarse de quien queremos imitar, se nos propone que la disyuntiva mantendrá a los implicados en una tensa convivencia. En “El masoquista”, se denuncia un vacío legal en el orden divino, una anomalía cósmica —quizá deliberada, una autobroma de Dios—; resulta imposible castigar a ese tipo de pecadores, puesto que en el infierno gozan sufriendo y en el paraíso, como no pueden sufrir, sufren, y por lo tanto gozan. En este tipo de cuentos, por supuesto, los personajes tienden a la caricatura, a la exageración y la inverosimilitud, están ahí para cumplir la función que la tesis previa les ha asignado y no para desarrollar psicologías nítidas y bien perfiladas.

Por el contrario, los cuentos confesionales, reflexivos o poéticos, suelen profundizar caracteres atormentados, aquejados de complejas angustias motivadas por la fe religiosa (nunca dogmática, siempre problematizada, al estilo de Pascal o Unamuno) o por relaciones parentales. Entre estos últimos, están “El vástago” y “Confesión general”; en ambos aparece un padre neurótico y un hijo monstruoso, y cabe preguntarse quién ha engendrado a quién. En “Posdata”, el narrador imagina la recuperación del tiempo perdido mediante la resurrección de los muertos y en “El pie de la diosa” se refiere en clave alegórica (es la historia de un niño, pero también la historia de los hombres) la pérdida de la inocencia y de la infancia. A mi entender, en este tipo de relatos se encuentran las mejores piezas de Edwards, quien tiene una especial habilidad para narrar en primera persona. También hay que decir que algunos cuentos parecen inconclusos, abandonados de manera abrupta (“Cambio de nombre”) o en una etapa no definitiva de su elaboración, en estado de boceto si se quiere o quizá finiquitados sin mucho entusiasmo (“El banquete”, “Orgía en el subterráneo”).

Merecen especial mención los dibujos realizados por Rafael Edwards, hijo del escritor, que captan con agudeza la poética particular de cada una de las narraciones.

En conjunto, los relatos de La imposible ruptura del señor espejo evidencian una clara impronta vanguardista, pero en su vertiente más inquieta, esa que intenta recobrar desesperadamente aquello trascendental que se le escapa. El de Edwards es un espíritu moderno y en consecuencia se lamenta, ya sea de modo delirante, irónico o melancólico, por la pérdida de la profundidad, segada por la técnica y el progreso material, que tienden a excluir y aun a despreciar lo que les resulta insondable. Formalmente, este brutal muro reflectante levantado en contra de lo profundo (imposible de romper, como lo asegura el título) subyace de modo simbólico en el insistente recurso a la figura del doble o dopelgänger, muestrario de personalidades escindidas en polos incompatibles. Y, sobre todo y de manera más explícita, en el cuento que se refiere al irreconciliable quiebre entre las hermanas Fábula y Moraleja, que hoy en día se niegan a trabajar juntas.

La posición del narrador —y la del autor, asumo— ante el relato sin consejo, ante el cuerpo sin alma, es bien definida: “Un conjunto de fábulas sin moraleja me parecía, y sigue pareciéndome, algo vacío, por no decir inmoral”.

Edwards, José. La imposible ruptura del señor espejo. Santiago: La Pollera Ediciones, 2012.

“Edwards, el bueno” por Diego Zúñga para Revista Qué Pasa

En la historia secreta de la literatura latinoamericana, ésa donde encontramos a autores como Felisberto Hernández, Pablo Palacio, Macedonio Fernández, Francisco Tario y Juan Emar, debemos agregar otro nombre: el chileno José Edwards (1910-1970).Escribió cuentos, ensayos, obras de teatro, pero nunca publicó en vida. Años después, Eduardo Anguita preparó una antología de sus cuentos y ahora se editan todos sus relatos en La imposible ruptura del señor Espejo y otros cuentos (La Pollera Ediciones). Y no queda más que leer a Edwards y sorprenderse con su mundo -injustamente olvidado-, lleno de personajes excéntricos, aquejados por las grandes dudas existenciales, graciosísimos, como vemos en ese relato donde Dios le envía una carta al director del diario La Nación para hablar de su supuesta muerte, o el cuento que protagoniza Don Fermín Urrutizárragurenetchecoetchea, un hombre cuyo apellido ininteligible le trae demasiados problemas. Disfruten los cuentos de Edwards. Se van a reír muchísimo. Y tranquilos, no tienen nada que ver con los aburridos libros de Jorge Edwards.

“Un mago del talento difuso” por Juan Guillermo Tejeda para Las Últimas Noticias.

José Edwards, Pepe Edwards para sus amigos, fue parte de una generación, de una red, de una tribu cultural, pero curiosamente no para hacer negocios creativos ni para triunfar en los circuitos artísticos, sino como un modo de ser, como una manera de estar. Arquitecto de unas pocas casas maravillosas, fue amigo intelectual de Eduardo Anguita, de Enrique Araya y también de mi padre, Juan Tejeda. Escribía, aunque no para publicar. Tenía talento, pero le hubiera parecido humillante triunfar. Acaban de publicar un volumen con sus cuentos, 42 años después de sus muerte.

En aquellos años, los sesenta, los escritores chilenos humedecían conversaciones entre bares y veladas caseras, donde había poco que comer, algo más que beber, y un ambiente cálido de risas y performances. Lo propio, lo señorial, era un trato displicente con el éxito. Eran –lo recuerdo por haberlo visto de niño– seres cultivados, lectores de Dostoiewski, de Thomas Mann, de Sartre, de Hölderlin, apasionados de la Librería Francesa, asiduos a los conciertos de la Sinfónica, clientes de Il Bosco, aficionados al teatro, que en esos años había en Chile al menos dos grandes compañías estables. Un Santiago bohemio que recuerdo yo en blanco y negro, con algo vital, humorístico y al mismo tiempo tristón corriendo por las venas.

Empezaban entonces a asomar los escritores que sí habían decidido imponer sus nombres en el firmamento universal de todos los tiempos, y es así como José Donoso se organizó viajes a Estados Unidos y Jorge Edwards se hizo diplomático de altura. Ellos fueron precursores del neoliberalismo intelectual. Tenían, además del talento y el oficio, una voluntad que a Pepe Edwards o a Juan Tejeda o a Enrique Araya les parecía fatigante. Pero probablemente habían sido Neruda o la Mistral, más esforzados, los primeros globalizados.

Pepe Edwards era un mago del talento difuso, del genio existencial, de ese arte tenue y subterráneo de los chilenos que nada tiene que ver con los diez más vendidos ni con los cien más famosos. La ambición de Anguita, que la tenía, era de carácter cósmico más que local, y lo que sentía merecer era, como mínimo, el Premio Nobel, que se lo merecía. Juan Tejeda fue más bien un Voltaire, un aficionado a todo, un humanista de la variedad creativa.

Alternaban sus vocaciones artísticas con empleos donde cobraban poco por trabajar casi nada, que así eran las cosas, y vivían con sus familias estando y no estando en ellas. Y uno los ama, y los cultiva, porque de ahí venimos y, en el fondo, eso somos: personajes desconcertados por haber nacido, por tener que morir, y todo eso, además, en un país geográficamente absurdo.

Pepe Edwards cultivaba ese arte tenue y subterráneo de los chilenos que nada tiene que ver con los diez más vendidos ni con los cien más famosos.

 

“Rescatan la obra de José Edwards, el escritor más tímido de Chile”. Por Jazmín Lolas para Las Últimas Noticias.

“¿A dónde vamos? ¿A dónde voy YO? A dónde van ustedes, lectores, me importa menos. Por lo que yo sé, a lo mejor ustedes no existen”, escribe José Edwards en “La jaula”, un relato inédito incluido en una antología de sus cuentos que será presentada esta tarde en la Biblioteca Nacional.

Además de curioso, el párrafo es doblemente revelador. Refleja el estado en el que permaneció la obra del autor chileno antes de su muerte -escribía, pero no publicaba y, por lo tanto, lectores propiamente no tenía- y habla además de los grandes temas que recorren en su trabajo literario: el escepticismo y el desasosiego.

Integrada por 28 cuentos (la mayoría inéditos), la compilación que se lanza hoy -bajo el título La imposible ruptura del señor Espejo- es parte de un proyecto de La Pollera Ediciones destinado a rescatar su excéntrica y sorprendente producción, en la que también se encuentran ensayos y obras de teatro (ver recuadro).

Si bien estudió arquitectura y se ganaba la vida ejerciendo esa profesión, José Edwards, nacido en 1910, se involucró estrechamente con los autores de la generación del 38, entre ellos Eduardo Anguita, y escribía con perseverancia.

“Siempre fue parte del ambiente literario y participaba en tertulias y comidas. Era reconocido por su sentido del humor, aunque también tenía su lado serio: según me han contado, si alguien le caía mal, lo mandaba a la cresta sin problemas”, comenta Simón Ergas, coeditor de la antología junto a Nicolás Leyton.

Ergas cuenta que Edwards empezó a escribir tardíamente, a los 40 años. Y que su gran motivación fue desahogarse de su tensión con la existencia, sobre la que se cuestionaba obsesivamente y para la que no eran suficientes las respuestas del catolicismo, su religión.

“Escribía solo, en su casa, y para él mismo. Era tímido y por eso no publicaba. Pero era un narrador muy talentoso y con mucha coherencia. Revisando su material, nos dimos cuenta de que no escribía al voleo, sino que estaba en una búsqueda, tratando de responder lo que nadie ha respondido. Por eso sus relatos siempre tienen desenlaces absurdos”, dice el editor.

De las historias que ofrece el volumen, diez fueron publicadas de manera póstuma en 1974 -cuatro años después de la muerte del escritor-, bajo el título Post data y con prólogo de Eduardo Anguita.

Entre ellas se encuentra “La peluca”, narración protagonizada por Vicente Primerovsky y Vicente Segundovich, empleados de una farmacia que se ven envueltos en una delirante experiencia de confusión de identidades.

“Escritor póstumo: ¿Quién es José Edwards?”. Juan Ignacio Rodríguez para El Mercurio.

Hoy es el lanzamiento de “La imposible ruptura del señor espejo y otros cuentos” , de este desconocido miembro de la Generación del 38.  
Juan Ignacio Rodríguez Medina “Para mi abuelo había sólo dos escritores: Dostoievski y José Edwards”, cuenta Rafael Gumucio, nieto de Enrique Araya. José Edwards (Santiago, 1910-1974) fue un arquitecto para quien el objetivo de su profesión, “la Esencia misma de la Arquitectura”, no era reproducir a escala humana el cosmos, sino que el “Paraíso”. O, más precisamente, eso es lo que Edwards le hace decir al arquitecto N, el protagonista de “El paraíso”, primer relato del libro “La imposible ruptura del señor espejo y otros cuentos”, que La Pollera Ediciones lanzará hoy en la Biblioteca Nacional y que se podrá comprar en librerías y en www.joseedwards.cl

Un “libro objeto”, dicen en la editorial, pues cada cuento está ilustrado por Rafael Edwards, hijo de José. Son 28 historias, con títulos como “Escribe dios” u “Orgía en el subterráneo”, que forman parte de un rescate literario, financiado con un Fondo del Libro, y que incluirá durante este año otros dos volúmenes: uno de ensayos y mitologías y otro de teatro.

Salvo por algunos artículos que aparecieron en revistas, lo único que se conocía de José Edwards era “Postdata” -también ilustrado por su hijo-, una selección de sus cuentos realizada por Eduardo Anguita en 1974, tras su sorpresiva muerte, el 10 de septiembre de ese año, debido a un paro cardiaco.

Generación del 38

“Eduardo Anguita era una visita frecuente en nuestra casa -cuenta Rafael Edwards-, y se quedaban con Pepe conversando y caminando en círculos hasta altas horas de la noche. Por lo general, los temas de conversación estaban por encima de mis capacidades e intereses, pero el tono era casi siempre apasionado, con silencios prolongados cortados por carcajadas súbitas. Era un complot”.

Esa amistad, además de sus relaciones con distintos autores de la época -Enrique Araya, Juan Tejeda, Enrique Bunster y Francisco Olivares- sitúan a Edwards como parte de la Generación del 38. Aunque no fue hasta 1950, después de casarse con la hermana de Isidora Aguirre, Ignacia, que el arquitecto comenzó a escribir.

“José Edwards pertenece al canon paralelo de la literatura chilena -explica Cristián Warnken-; ahí están Alfonso Echeverría, Omar Cáceres, y tantos otros. Son escritores ‘quemados’ por el fuego de las grandes preguntas metafísicas, esas que parecen abandonadas en la narrativa promedio que se hace hoy. Sus cuentos, o más bien narraciones metafísicas, tienen algo del humor kafkiano, la sensación de un absurdo desopilante, detrás del cual se percibe un anhelo de sentido”.

Para Warnken, Edwards “ha sido una fuente, uno de esos milagros de nuestra narrativa que pocas veces se acerca al vuelo y dimensiones de nuestra tradición poética”. Con entusiasmo, afirma: “Celebro esta ‘resurrección’ literaria de José Edwards, el alma gemela de Eduardo Anguita, uno de nuestros pocos autores a la altura del misterio de ser, ese que para muchos hoy es tan poco cool , tan irrelevante, literariamente hablando”.

Rafael Gumucio agrega: “Es un escritor de un humor muy británico, impávido, que no hace grandes piruetas ni tiene demasiadas ilusiones. Con una sensibilidad absolutamente lejana al criollismo en boga por entonces. Es un auténtico olvidado de la literatura chilena, que está lleno de olvidados que muchos recuerdan, como Juan Emar”.

¿Por qué José Edwards no publicó en vida? Responde su hijo: “Hay quienes elucubraban que por timidez o dejación. Yo discrepo; mi percepción de Pepe fue y es la de una persona extremadamente inquieta, especialmente en el aspecto intelectual. Comenzaba a escribir a partir de la medianoche, cuando todos se iban a dormir, y trabajaba hasta el agotamiento y las primeras luces de la mañana. Mi propia especulación al respecto es que Pepe no tenía interés alguno en ser reconocido. Escribir para él era en muchos aspectos un fin en sí mismo, era su propio público, del mismo modo que era aficionado a reírse de sus propios chistes. Creo que a él no le interesaba predicarle a nadie, sólo llegar a las grandes incógnitas, a las grandes preguntas”.

En su diario, Edwards anotó: “El hombre, sumido en la perplejidad, termina por acomodarse a ella; la acuna, la describe utilizando cientos de miles de palabras que no conducen a nada. La transforma en Literatura”.

Sobre lo que espera que ocurra con la obra de su padre, Rafael Edwards señala: “Creo que el acto de publicar esta obra concluye con su lanzamiento. Si esta obra y este autor son vistos como relevantes, el público los sabrá recoger; y si no pasa nada, no podemos forzarlo. Nuestra ‘misión’ es dar a conocer a José Edwards y su obra, porque creemos que vale la pena, queremos compartir algo que nos ha hecho reflexionar, reír, angustiarnos y volver a hacernos las preguntas más importantes: ‘quiénes somos, de dónde venimos, adónde vamos?’. Creo que Pepe, dondequiera que esté ahora, sabrá apreciar eso”.