“Cuentos para la sala de clases” por José Promis en El Mercurio

Lo insondable, el segundo libro de cuentos publicado por Federico Zurita Hecht, continúa con mayor agresividad discursiva el proceso de ruptura con la imagen material de la realidad que comenzó en los relatos de El asalto al universo (2012). En los trece cuentos que componen el nuevo volumen, Zurita se dedica minuciosamente a cuestionar las configuraciones miméticas del relato y a recuperar, a través de imágenes postmodernas, los estatutos propios de la ficción y de lo que tradicionalmente identificamos como arte literario. El resultado es un libro de exigente y trabajosa lectura. Sospecho, entonces, que vender muchos ejemplares de Lo insondable no es lo que le interesa.

Es difícil en corto espacio referirse a la complejidad que exhiben los relatos de Lo insondable. Se trata de historias minimalistas en las que la escritura no construye argumentos, sino que es utilizada para reflexionar sobre lo que se narra al mismo tiempo que se lo desconstruye. Valga la paradoja, son teoría ficcionalizada que lleva hasta el paroxismo la sutil reflexividad que Borges ingeniosamente incorporaba en sus relatos, y que en los cuentos de Zurita desconcertarán y agotarán la paciencia de los desprevenidos lectores que compren este libro para entretenerse. A lo largo de la mayoría de los relatos reaparece la preocupación por el estatuto óntico de la literatura. Las conclusiones a que los textos conducen, ya sea a través de las voces narrativas o de los personajes que se citan indirectamente, niegan el realismo naturalista y reafirman la naturaleza autónoma de la mímesis nacida del conflicto o la fricción entre el lenguaje y sus referentes. El texto literario, como demuestran los cuentos de Zurita, se sostiene sobre sus propios estatutos y reglas de transformación.

La naturaleza autónoma de la imagen literaria permite que el texto se alimente de sí mismo. Las consecuencias son variadas. Los epígrafes que encabezan el volumen han sido enunciados por personajes que aparecen en el interior de los cuentos, una estrategia metaléptica que según Gerard Genette elimina (imaginariamente) la frontera que separa a la realidad de la ficción y confiere a esta última el valor de la primera. Los personajes se trasladan de un cuento a otro asumiendo diferentes conductas y responsabilidades. Los narradores se fracturan: algunas voces se desintegran y adquieren una nueva verosimilitud al narrar desde la existencia de ultratumba. Otras se metamorfosean para insistir en la perdurabilidad autónoma de la imagen literaria: René Andrade, por ejemplo, el protagonista y fallecido narrador de uno de los cuentos, reaparece transformado en René Chaín en un relato subsiguiente. Asimismo, la ruptura postmoderna del territorialismo se percibe desde el inicio del volumen. Nada, o lo mínimo, queda en los cuentos de Federico Zurita de los barrios santiaguinos que tanto atraían a la generación del 50 o de los ambientes sofocados que presentaron escritores de generaciones posteriores. Lo criollo se ha reducido a un lugar llamado Puerto Azola (¿Arica, quizás?) sito en algún punto de Sudamérica y a una que otra alusión a localidades específicas de una ciudad de Santiago no mencionada. Chile se ha transformado en Sudamérica. Los personajes, desterritorializados también, son sudamericanos que interactúan con europeos en distintas ciudades de Europa, principalmente de Europa Oriental, preferencias geográficas que, según ha declarado Federico Zurita en entrevistas de internet, lo acompañan desde cuando, en la época de su juventud, la curiosidad lo llevó a interesarse por lugares como la antigua Checoslovaquia o Rumania, y ciudades como Praga, Bucarest, Budapest, Berlín o Moscú.

Lo insondable me provoca reacciones encontradas. Ahora que los llamados estudios culturales buscan poner en jaque el estatuto de la literatura, negando su condición de autonomía o descubriéndola en cualquier tipo de discurso, es encomiable que los escritores defiendan su espacio propio. Desafortunadamente, los cuentos de Federico Zurita apuntan a un público demasiado restringido, a especialistas y profesores de la academia con el tiempo suficiente y la pasión para diseccionar la filigrana de su arquitectura.

” La invasión juvenil: los nuevos narradores chilenos” por Roberto Careaga en El Mercurio

Adentro del Estadio Nacional miles de metaleros de todas las edades asisten con devoción a un nuevo recital de Iron Maiden en Santiago. El sonido es aplastante y se desborda por las calles aledañas, pero, en una casa ubicada al frente, el concierto apenas se escucha como un murmullo. Se oyen otras cosas. Se ven otras cosas. En la sede de editorial Hueders acaba de tocar la banda Paracaidistas y la música empieza a girar por cuenta de DJ Salinger. Corren cervezas en lata y piscolas en vasos plásticos, unos pocos bailan, la mayoría se reúne en grupos y hablan y hablan, sobre todo de literatura. Esta no es una fiesta cualquiera: el lanzamiento de la primera novela de Daniel Hidalgo (1983), Manual para robar en el supermercado , se convierte de pronto en el lugar perfecto para apreciar el nuevo paisaje de la narrativa chilena joven.

A cinco años de su primer libro, los cuentos de Canciones punk para señoritas autodestructivas , Hidalgo se movía en su fiesta saludando a sus pares que llegaron el evento: Simón Soto (1981), Diego Zúñiga (1987), Constanza Gutiérrez (1990), Pablo Toro (1983), Cristian Geisse (1977), Juan Manuel Silva (1982), Gonzalo Eltesch (1981) y Juan Pablo Roncone (1985), entre otros. Eran una muestra de un grupo mayor de escritores en torno a los 30 años, que en los últimos cinco o seis años han venido configurando lo que parece ser una renovación de la literatura chilena. Formados en la década de los 90, son los vástagos del boom de los sellos independientes, y en un inédito cruce de conexiones editoriales y lazos de amistad le están dando espesor y movimiento a una nueva escena.

Además de la novela de Hidalgo, Soto acaba de lanzar su segundo libro de cuentos, La pesadilla del mundo (Montacerdos); el poeta y editor de Planeta Juan Manuel Silva publicó su primera novela, Italia 90 (Calabaza del Diablo); Cristián Geisse edita la novela Ricardo Nixon School (Emecé), y Francisco Díaz Klassen presenta su cuarto libro, la novela La hora más corta (Alfaguara). Del año pasado aún se oyen ecos de los estrenos de Paulina Flores ( Qué vergüenza ) y Eltesch ( Colección particular ), mientras que el segundo libro de Camila Gutiérrez, No te ama , reaparece en el ranking de los más vendidos. Durante el 2016, Zúñiga y Matías Celedón tendrán nuevos títulos. “Definitivamente hay un impulso nuevo. Se aprecia un mayor interés de los lectores en la narrativa chilena actual, y eso se da por el surgimiento de buenos libros de autores jóvenes”, dice Eltesch, que también es editor de Penguin Random House.

“Después de muchos años han aparecido voces nuevas en la narrativa chilena. Voces interesantes que se están conectando con la sociedad, con sus lectores”, dice Sergio Parra, el dueño de la librería Metales Pesados, quien, junto con Aldo Perán, está detrás de una antología de narrativa chilena que en los próximos meses publicará la editorial peruana Estruendomudo. Ahí, entre relatos de consagrados como Álvaro Bisama, Alejandro Zambra y Rafael Gumucio, aparecerán textos de Zúñiga, Toro, Celedón, Soto y Roncone. “Sus libros están contando su experiencia de vida en una sociedad neoliberal”, agrega Parra.

En septiembre del año pasado, Alberto Fuguet asistió al lanzamiento de Qué vergüenza y fue uno de los que le pidió a Flores (1988) que le firmara su libro. “Siempre he estado atento a lo que se hace”, dice el autor de No ficción . “La gracia de leer a gente como Flores, Camila Gutiérrez, Hidalgo, Álvaro Bley, Soto, Díaz Klaassen o Matías Correa, es que te enteras, literariamente, del estado de las cosas del país, de la calle. No te cuentan cuentos y tienen una prosa tensa, moderna”, explica. “Sin duda, me intrigan”, agrega.

Más allá de la clase

Para el escritor Luis López-Aliaga “todo está por verse”. Por sus talleres literarios han pasado varios de los jóvenes narradores y, además, los lee con atención desde la editorial que dirige (junto con Zúñiga y Juan Manuel Silva), Montacerdos. Ahí ha publicado libros de Romina Reyes (1989) y Esteban Catalán (1984). “Hay un nuevo panorama editorial. Pero tiene que decantar. Estamos hablando de los primeros libros y sabemos que no van a perdurar todos sus autores”, dice. “No hay temas hegemónicos, eso es un signo de los tiempos, pero comparten espacios, zonas de la ciudad. Y a partir de Zambra se puso de relieve cierta clase media como temática que anteriores narradores no solían tomar. En estos nuevos autores eso aparece mucho más consistentemente”.

Varios de estos nuevos libros tienen como telón de fondo las ansiedades de la clase media: los cuentos de Reyes y los de Catalán, pero también los de Flores y Roncone, como la novela Incompetentes , de Constanza Gutiérrez, Italia 90 , de Silva, C olección particular , de Eltesch, parte de las novelas de Zúñiga, e incluso Manual para robar en el supermercado, de Hidalgo. Cada uno a su modo exploran lo que Camila Gutiérrez llama la “pequeña épica de miserias” de esa zona social, para hablar de múltiples temas: la pérdida de la inocencia infantil, el traumático paso a la adultez, la crisis de la educación chilena, la memoria, las fricciones sociales, etc. Nunca son vociferantes, son políticos desganados, la cultura pop es parte de su lenguaje y en algunos casos hacen lo inesperado: en su primer libro, Nancy , Bruno Lloret (1990) cuenta el destino trágico de una mujer en Tocopilla y mientras abre la mirada a la pobreza y las contradicciones religiosas que sobrevuelan el desierto, reparte por todas las páginas una serie de X que refuerzan la intensidad del texto.

También atípico es el nuevo libro de Gonzalo Maier (1981), Material rodante -publicado en España por Minotauro-, un diario de viaje de un hombre que proclama al pijama como la vestimenta perfecta, mientras que José Miguel Martínez (1986) lanzó el año pasado Hombres al sur , una novela histórica que hace del sur chileno del siglo XIX una zona salvaje y violenta. “Tengo la sensación de que todo lo que se está haciendo ahora es muy distinto entre sí”, dice Camila Gutiérrez desde Nueva York, donde estudia un máster de escritura creativa. Después de Joven y alocada -la película y el libro-, el año pasado lanzó No te ama , una novela que, entre otras cosas, sirve para asomarse a la contradictoria intimidad de los veinteañeros de hoy. En la escritura, directa, tensa e ingeniosa, está la clave del libro. Fue un superventas a fines del año pasado y aún le queda cuerda.

Gutiérrez no se siente parte de una generación: “Si hay algo que me fascina de la literatura es que a veces se establecen filiaciones mucho más misteriosas o impredecibles que las generacionales”, dice. Diamela Eltit tampoco cree en las edades; prefiere los libros. No ha podido seguirles la pista a tantos autores nuevos, pero algo le interesa. Nombra a Felipe Becerra, a Alia Trabucco y a algunos más que problematizan las etiquetas: “Matías Celedón (1981), por su fina posición narrativa y la solvencia que porta la poética en que organiza su relato. Yosa Vidal (1981), por su trabajo prolijo con la cita literaria y cómo reopera en tanto crisis social en la actualidad. Natalia Berbelagua (1986), porque presenta un imaginario literario menos formateado que me resulta revuelto, activo y punzante. Y, ahora mismo, La hora más corta, de Díaz Klaassen (1984): rompe los estereotipos cursis con los que trabajan la sexualidad muchas de las novelas e instala en un lugar de máxima intensidad una poética que anuda sin concesiones sexualidad y melancolía”.

Comunidad de afectos

En un momento del año pasado, Simón Soto terminaba los cuentos de La pesadilla del mundo en su casa y, en la pieza de al lado, Daniel Hidalgo hacía lo suyo con Manual para robar en el supermercado . Simón había acogido en su departamento a Daniel por unos meses. Quizás se trata de eso: de “una comunidad de afectos”, como dice Sergio Parra. “Mis mejores amigos son otros escritores, pero eso es algo natural. Edades similares, intereses parecidos, obras que se están escribiendo a la par, etc. Nos damos a leer lo que estamos escribiendo”, asegura Soto. “Espero que esta gente siga escribiendo y publicando con la vitalidad que lo ha hecho hasta ahora”, agrega.

Escribieron en el mismo departamento, pero no lo mismo. Mientras Soto exploraba cómo el horror se toma de pronto lo cotidiano hasta arrasar con todo, Hidalgo en su novela hace un retrato del Valparaíso agrietado de fines de los 90, una ciudad que también opera como el escenario del primer amor de un universitario llamado Manu. Hidalgo cree en los amigos, incluso en un nuevo impulso de la narrativa: “Sin embargo, no creo estar cercano a una nueva generación, con nuevas condicionantes, nuevas motivaciones, el esquema generacional se agotó hace mucho y, en el fondo, en cuanto a escritura, yo me siento una isla”, dice. Concede algo: desde la publicación en 2006 de Bonsái , de Zambra, algo empezó. Y Soto suma Caja negra , de Bisama.

Para algunos, el eco de Zambra aparece en varios de estos nuevos libros. Él, desde Nueva York, también duda de estéticas compartidas en estos autores. “Lo que compartes son cervezas”, dice. “Soy amigo de varios de esos escritores, he leído sus libros, han leído los míos, pero pienso que si ni ellos ni yo hubiéramos escrito nada, igual seríamos amigos. Con algunos de ellos he compartido manuscritos y eso es tan importante… Estoy casi completamente seguro de que sus libros influyen más en los míos que los míos en los suyos”, agrega.

Uno de los que ha compartido cervezas con Zambra es Zúñiga, que este año lanzará un volumen de cuentos, Niños héroes . Su tercer libro; el primero fue Camanchaca (2010), acaso el disparo inicial de este nuevo momento narrativo. Él duda. “Por ahora solo se esboza ese ‘nuevo momento’, porque la mayoría solo ha publicado un libro”, sostiene. Y agrega: “No sé si compartimos temas o estéticas. Me parece interesante que hayan aparecido otros paisajes -Cerrillos, Recoleta, La Florida, otro norte y otro sur-, pero todo es bien heterogéneo e incipiente. Aún es preponderante la influencia de la narrativa norteamericana, pero existe una conexión con la literatura chilena, no hay un quiebre ni mucho menos. Falta indagar más en nuestra tradición y descubrir otros autores. Huneeus, Wacquez, Alcalde. Eso podría desordenar el panorama”.

Zúñiga se mueve por la casa de Editorial Hueders saludando a amigos. Sigue sin escucharse Iron Maiden. Bisama, más allá, niega ser algo parecido a un padrino de esta generación. No importa que haya presentado el libro de Hidalgo y que esta semana lance el de Díaz Klaassen. Días más tarde, escribe un e-mail diciendo que le gusta lo que está pasando. “Es algo nuevo, que me parece fantástico porque se ha venido incubando en la última década y ha tenido relación con los cambios en nuestra industria editorial. Esa escena no estaba antes y es agradable que exista porque vuelve la narrativa chilena algo más complejo y diverso, mucho más riesgoso y extraño que lo que era hace quince años, cuando yo comencé a escribir ficción. Y el riesgo y la extrañeza son buenos. Siempre”.

”Hay un nuevo panorama editorial. Pero tiene que decantar”, dice Luis López-Aliaga.

”A veces se establecen filiaciones mucho más misteriosas o impredecibles que las generacionales”, afirma Camila Gutiérrez.

”Mis mejores amigos son otros escritores, pero eso es algo natural. Edades similares, intereses parecidos, obras que se están escribiendo a la par”, asegura Simón Soto.

“Sondear lo insondable” por María Teresa Castro en Letras en línea

Fuente

Días antes del lanzamiento de Lo Insondable, de Federico Zurita Hecht (Santiago: La Pollera, 2015, 210 páginas) intrigada por el misterio que transmite la portada barroca a cargo de Margarita Dittborn, me acerqué al stand de La Pollera Ediciones en FILSA 2015 a preguntar de qué trataba. Simón Ergas, uno de sus editores, sin poder clasificarla, me dijo “son cuentos que pueden ser leídos como una novela”. En efecto, una vez en mis manos el libro, pude comprobar que al igual que la primera obra de Federico Zurita, El asalto al universo(2012, Eloy Ediciones), Lo Insondable está compuesta por una serie de relatos (13 en este caso) que pueden ser leídos de manera conjunta, como una novela, o de manera independiente, como cuentos. Esta apuesta híbrida, sin embargo, no es sólo un recurso estilístico similar a los utilizados por Rodrigo Fresán, sino que además, en conjunto con la trama misma, permite que Lo Insondable se construya como una especie de novela/ensayo que pone en cuestión el realismo y las representaciones del mundo a partir de las infinitas posibilidades que entrega la ficción. Este debate se instaura precisamente en el primer relato, a través del personaje de René Andrade, un literato que, sumido en el debate del realismo, reflexiona “me tardé años en comprender que, por más que perfeccionara mi relato, la hoja desintegrándose en una totalidad armónica no podría estar jamás en mis palabras. Sin embargo, comprendí que, pese a no conseguir en ese intento inútil de espejo el mismo placer que conseguía cuando pisaba una hoja seca, sí se desplegaba en mí otro placer propio de las palabras retumbando en mi conciencia de un modo diferente (…) Pero una explosión me recordaba a la primera.” (13)

En términos generales, podría parecer que el único tema que une los relatos que componen Lo Insondable es la existencia de una máquina oculta en el sótano de una casa en Moscú, la cual, de ser puesta en funcionamiento, destruiría el universo. Sin embargo, la apuesta de Zurita va mucho más allá. No es arbitrario que los nombres se repitan, tampoco que la mayoría de estos personajes estén ligados al mundo de la literatura. Como no es arbitraria tampoco la explicación del funcionamiento de la máquina que realiza el personaje Cirilo Llewellyn – quien es precisamente un profesor de literatura – a su colega Petitpas: “no soy un matemático, pero sé sobre relatos, y una forma es precisamente eso. Todo comienza con A (…) y su activación a través de un procedimiento mecánico complejo denominado B debe producir invariablemente un fenómeno designado como C” (81-82). No pretendo develar por qué ni cómo el universo podría ser destruido por esta máquina, pero me parece sumamente relevante hacer el alcance de que este procedimiento sea largamente discutido y detallado precisamente por profesores de literatura y que la forma en la que el universo podría explotar guarde una estrecha relación con los conflictos que se producen en el realismo a partir de la ficción. Esta conexión es, a mi parecer, una elaborada y brillante forma de hacer metaliteratura a partir de la ficcionalización, incluyendo este mismo debate en las discusiones que entablan los personajes, y en la propia estructura del libro, que está constantemente poniendo en jaque este “choque de universos C”.

Lo Insondable es una obra arriesgada y ambiciosa que experimenta con la ficción, que nos transporta a diversos escenarios de Europa Oriental, y en donde desfilan literatos, como Andrade, Llewellyn, Petitpas, novelistas, como Gastón Inzunza, trapecistas, como Fernanda Madero y Lazlo Tarnovsky, pintores y hasta un bibliotecólogo, personajes que de algún modo se van repitiendo en los relatos y guardan alguna conexión entre ellos, estableciendo de esta forma una red que crea la sensación de que todo lo que les sucede guarda una conexión estrecha con la máquina. Pero Lo Insondable es también es una obra con pretensiones de ensayo que pone en cuestión temas relevantes de la literatura (como el realismo, las representaciones de mundo, los simulacros y los pactos de lectura) los cuales no sólo sirven para el desarrollo de la trama, sino que estos mismos relatos funcionan en cierta forma como una serie de argumentos que parecen justificar la idea de que la ficción permite que puedan coexistir dos universos contradictorios, en términos de Lo Insondable C y –C, sin que ello signifique la destrucción.

Para mi gusto Lo Insondable es una obra interesante y absorbente. El recurso estilístico que utiliza su autor de plantear el libro como novela compuesta por cuentos, y el minucioso trabajo que realiza al crear personajes con historias complejas y detalladas, las cuales se van conectando de algún modo a través de tiempos y espacios distintos, nos atrapa y nos invita a ir jugando con esas conexiones, las cuales muchas veces nos pueden resultar contradictorias, pero eso en mi opinión, es precisamente parte de la brillante estrategia del autor de jugar con la ficción y los universos contradictorios. Por otro lado, a través de sus 13 cuentos, Lo Insondable nos hace viajar, como el mismo autor colocó en los libros que firmó el día del lanzamiento, “de Bratislava a San Petersburgo”, un viaje por un escenario frío y lejano, por una Europa Oriental en diversos momentos de la historia, lo cual me parece un trabajo interesante dado que se desenmarca de los referentes habituales de la narrativa local. Quizás lo único que podría objetar es que en ciertos momentos lo teórico se apodera de la obra y ciertas reflexiones sólo pueden ser comprendidas si se tiene el conocimiento de los términos del debate, pero quién sabe, así como Lo Insondable propone que pueden coexistir diversas representaciones de mundo, que equivalen también a diversas interpretaciones, el autor busca también que su obra no pueda tener una sola lectura, y que se convierta también, como un universo, en algo insondable.